En el libro colectivo publicado a finales de la década de los noventa Emociones de contrabando. El cine de Aki Kaurismäki, editado por el Festival de Cine de Gijón y coordinado por Carlos F. Heredero, se citaban como los cineastas de mayor impacto en los certámenes cinematográficos a Atom Egoyan, Takeshi Kitano, Theo Angelopoulos, Abbas Kiarostami y al propio Kaurismäki. Dieciséis años después, todos ellos han desaparecido en la práctica del panorama de los festivales: Angelopoulos por su desafortunada muerte, Atom Egoyan por su irreversible decadencia artística, Kitano y Kiarostami por haber reconducido su cine hacia senderos más excéntricos de los que acostumbran a tener en cuenta los jurados. Por su parte, las escasas apariciones de Aki Kaurismäki en Cannes parecen tener como única causa el cada vez mayor margen temporal que sucede entre una realización suya y la siguiente, habiendo completado en el presente siglo solamente tres largometrajes. El último de ellos, Le Havre, data de 2011.
Y sin embargo, a pesar de esta sequía, su cine es probablemente ahora mucho más influyente que cuando acudía regularmente a festivales y era celebrado como uno los cineastas del momento. Por un lado, su temática, siempre afín a la problemática del mundo laboral y de la clase trabajadora (a veces, rozando el lumpen), teñida de un nórdico humorismo; y por el otro, su estética, de una supuesta frialdad desmentida por su paleta cromática, tan heredera de la de un Hopper tamizado por Douglas Sirk, casan mucho mejor con la Europa de 2015, en la que la siempre ficticia clase media ha tomado el rumbo de una acelerada proletarización, tan satisfecha de sí misma que parecía creerse el mito del progreso continuo y no las clásicas teorías económicas que hablaban de crisis leves cada década y depresiones profundas cada treinta y cinco años.
Los que entonces parecían los derrotados del sistema, los excéntricos a los que la mayor parte del público podía observar con cierta empatía, pero con la confortable distancia que daba la sensación de que sus situaciones eran metafóricas destilaciones de unos riesgos de los que podían estar a salvo, se tornan ahora en personajes mucho más parecidos al común de los europeos, en una época en la que la explotación, los trabajos basura y el peligro de perder el techo no son metáforas ni excepciones, sino realidades palpables y dolorosamente cotidianas para cualquiera que no viva en un total aislamiento.
Son las propias palabras del director de La chica de la fábrica de cerillas (1990) las que hablan a las claras del porqué de sus preferencias temáticas:
“Siempre me pareció una vergüenza que el cine no se ocupara de esa catástrofe que asola Finlandia. El paro de los jóvenes no es una palabra vacía. Si no has encontrado trabajo tres años después de terminar la escuela, tal vez ya no sepas trabajar nunca. Cuando tengas que coger un martillo o una máquina de escribir es posible que ya no puedas hacerlo.”
Es a partir de Nubes pasajeras (1996) cuando el cine de Kaurismäki se estiliza hasta conformar, a través de cuatro largometrajes imprescindibles (excluyendo Juha, una pequeña cala en el melodrama siguiendo los pasos del maestro del cine mudo sueco Mauritz Stiller y del cineasta finlandés de los años treinta Nyrki Tapiovaara), un ajustado panorama del mundo que definitivamente se conformaría a partir de la crisis de 2008 y cuyos síntomas estaban en el ambiente para quien quisiera percibirlos, como también hizo, un año antes de la implosión de la burbuja inmobiliaria española, el cineasta barcelonés Jaime Rosales en La soledad (2007), en la que ya percibíamos que la precariedad había llegado para instalarse como modo de vida.
En estas obras sus protagonistas ya no pueden huir a la Unión Soviética ni a México, como hacían en la década de los 80; existe una llamativa ausencia de cualquier tipo de socialización política o sindical, más allá de la comunidad más inmediata que conforman los compañeros de infortunio; tampoco existe (salvo en el tramo final de Nubes pasajeras) ningún tipo de proyecto colectivo que vaya más allá de la subsistencia, del (sobre)vivir día a día y de compartir el silencio hiératico al que conduce el naufragio del que todos ellos son partícipes. Kaurismäki nos muestra los rostros del sufrimiento mudo, la lágrima inmóvil de la que hablaba Gil de Biedma (“demasiado pesada para rodar por mejilla de hombre / inmensa”). Y es que jamás veremos a uno de sus personajes llorando.
Nubes pasajeras nos acercaba al drama de un matrimonio en el que ambos integrantes ingresan a la vez en el paro, al que el hombre, conductor de autobús, llegaba a través de una forma que entonces parecía grotesca (y un rasgo más del humor negro del cineasta): un sorteo puro entre todos los empleados. Vista hoy, la secuencia del sorteo -rodada en forma modélica, con una cámara que se acerca firme y sin énfasis hacia la faz de la desdicha- no puede más que helar la conciencia del espectador, y aparece dieciséis años después, en distinta forma pero copiando el método, en películas de pretensiones tan puramente realistas como Las nieves del Kilimanjaro (Robert Guédiguian, 2011).
La solución a la que llegan los protagonistas, siempre provisional dentro de la fragilidad del mundo del trabajo, de la que hemos tenido una nítida constatación durante todo el metraje, viene dada por un proyecto conjunto y cooperativo que nos remite a las siempre optimistas fábulas de Frank Capra, de un anticapitalismo de fondo tan sincero que no puede ser menoscabado por el carácter irrealmente optimista de sus tramos finales, en los que la bondad siempre es premiada en un micromundo que se aparta de la hostilidad exterior.
La pérdida del trabajo, traumática para quienes supone su único medio de ingresos, y por lo tanto el sustento para cualquier proyecto vital, se radicaliza en Un hombre sin pasado (2002) y se convierte en un extravío casi insuperable: la pérdida de la memoria y del propio nombre, teniendo que aprender el protagonista a vivir sin ningún medio material y descubriendo la solidaridad y el calor humano como fines en sí mismos. En esta película, dada la magnitud de la desgracia del protagonista, se acentúa la visión idealizada del micromundo de los perdedores, que vemos en forma de una comunidad de lúmpenes casi indestructible, auxiliada desde fuera por unos solidarios miembros del Ejército de Salvación. El triunfo de la comunidad alcanza la apoteosis cuando son capaces de ahuyentar a los mismos fascistas que, al comienzo de la película, agredían al protagonista hasta dejarlo al borde de la muerte.
Podemos ver al personaje encarnado por Markku Peltola como un desahuciado de hoy en día, con la paradójica ventaja de que su delicada situación neurológica le facilita poder empezar de cero, limpio de un pretérito que intuimos y finalmente sabemos desastroso. Al modo del poema de Sohrab Sepehri que tanto influyó en Abbas Kiarostami (Hay que lavarse los ojos y ver las cosas de otro modo / hay que lavar las palabras / y las palabras han de ser el aire mismo, la misma lluvia), el olvido se convierte en el primer paso para apreciar lo que una adicción al juego y un inmovilizador complejo de culpa habían secado en su conciencia, liberándose entonces de todas las capas de suciedad que tenían bloqueada una vida en ruinas.
Y es justamente cuando la crisis está más cerca cuando el cine de Kaurismäki adquiere un aparente y repentino tono sombrío en Luces al atardecer (2006), en la que encontramos un significativo cambio de tercio con respecto a sus obras precedentes. La solidaridad de la clase obrera y de los bajos fondos parecen aquí ausentes. A cambio, el protagonista, vigilante nocturno, se adentra en un mundo inhóspito y mafioso, regido por el afán de lucro y la falta de piedad: el mismo mundo exterior que amenazaba a los cálidos derrotados de Un hombre sin pasado o a los voluntaristas luchadores de Nubes pasajeras sin llegar a vencerlos.
El principal personaje femenino, una especie de femme fatale salida del cine negro más canónico, es muy distinto a los anteriormente interpretados por Kati Outinen y parece, pues, que definitivamente las zarpas de la realidad han alcanzado al cine de Kaurismäki, sin posible salida. Pero, al modo de la historia que contaba Orson Welles en Mr. Arkadin sobre la rana y el escorpión, no está en la naturaleza del cineasta finlandés ofrecernos un mundo sin salida ni esperanza. Aunque tengamos que esperar al plano final y a las débiles palabras de negación del protagonista (“No. No me moriré”), surge un rayo de solidaridad de la mano de una vendedora de salchichas, aunque el rayo sea tan débil que parezca que las luces el título se estén definitivamente eclipsando.
Los más fieles actores de Kaurismäki se han ido muriendo prematuramente (Matti Pellonpää con 44 años, Markku Peltola con 51), la crisis estalla definitivamente en 2008 y hasta 2011 no realiza Le Havre. Se traslada a Francia para recuperar a los personajes de La vida de bohemia dos décadas después y volver de nuevo a un depurado optimismo. Los protagonistas son un limpiabotas, su mujer enferma de cáncer, un escéptico policía interpretado por Jean-Pierre Darroussin (actor que parece haber nacido para interpretar una obra de Kaurismäki) y un jovencísimo refugiado procedente de África.
Alrededor de todos ellos y de la trama de un niño perseguido por la maquinaria estatal para ser expulsado, surge de nuevo la solidaridad. En un mundo en el que las certidumbres se derrumban, la única certeza vuelven a ser los lazos, reales, que surgen entre sus humildes y desventurados personajes, dignos, solitarios y callados, que construyen una comunidad en la que nadie es un intruso y en el que el discurso oficial de la Europa actual, tan hostil a la llegada de foráneos, es desmentido por quienes más son azuzados contra ellos, conservando los rastros de humanidad que van desapareciendo conforme se medra en la escala social.
Desde entonces, a Kaurismäki lo hemos visto en conferencias, haciendo una pequeña aportación a una película colectiva y anunciando algún posible rodaje futuro, pero cuatro años después de Le Havre parece evidente que la realización cinematográfica ha dejado de estar entre sus prioridades. Y sin embargo, mientras el polvo del derrumbe que deja la interminable depresión económica se asienta y sus escombros van marcando a fuego el transcurrir de unos duros tiempos de cuesta abajo, sus personajes van adquiriendo cada vez mayor entidad y desprenden el brillo de quienes, como afirmaba el ministro protagonista de El ejercicio del poder (Pierre Schöller, 2011) sobre su malogrado chófer, son demasiado discretos, como los seres bellos y nobles; son reticentes a entrar en contacto por miedo a la incomprensión, por temor a la ausencia de bondad en este mundo, y su ausencia parece dejar lazos demasiado importantes como para que sean tratados como simples síntomas del pasado.
Tal vez sean, en realidad, síntomas del futuro: un futuro de pobreza, humildad, plena consciencia de la propia insignificancia y del fracaso de cualquier proyecto vital digno de tal nombre, pero también de la importancia de cada mirada, de cada silencio, de cada palabra, de cada minuto vivido en compañía de otros. Son sombras al atardecer, sí, pero sombras porque sigue habiendo una luz que reflejan, que acaparan y que les da vida. Luz que, de paso, nos transmite.