La insoportable levedad de Bond
Si hay un denominador común en la regencia de Daniel Craig como el agente británico 007 al servicio de su majestad, es la inagotable introspección en lo más profundo de la psique del personaje, buscando quizás ahuyentar trazos superficiales de la tradición bondiana arraigándola a una revisión en clave de metafísica acorde con los tiempos actuales. Podemos afirmar que desde la absoluta reducción de armazón que supuso Casino Royale (Martin Campbell, 2006) hasta la destilación de los elementos fundacionales de Skyfall (Sam Mendes, 2012), la licencia para matar de esta etapa del espía ha ido inevitablemente asociada al existencialismo más personal del mismo.
Sam Mendes, responsable último del prodigio a todos los niveles que supuso Skyfall, apuesta por seguir subordinando la trama al conflicto interno del protagonista, transitando los mismos derroteros que hicieran de la anterior tan fascinante mirada a un individuo hasta entonces supeditado al semblante impávido y a la pose gallarda. Quizá ahí radique el mayor problema de Spectre, en tanto que sigue al lance de mayor desarrollo de la persona contrapuesto al personaje, ha de recurrir al excedente narrativo en ciertos tramos para lograr el más imposible todavía, o, en este caso, el más solemne. El juego referencial comenzado en la pasada entrega se mantiene también intacto, el metraje repleto de detalles y momentos que todo entusiasta de la saga reconocerá como propios. Como muestra, el modélico aporte del personaje de Monica Bellucci a la trama en calidad de meritoria mujer fatal, el plano secuencia guiando a la cámara por el día de los muertos mejicano que abre la cinta o la pelea en el tren evocadora de la secuencia hermana de Desde Rusia con amor (Terence Young, 1963), con un personaje (Dave Bautista) modelado a la hechura de los secuaces de los títulos clásicos.
En un tercer acto admirablemente acomodado en el clasicismo de esta ficción, el héroe es conducido a la guarida del villano, situada en un paraje tan excéntrico como su anfitrión, al que encarna con corrección Christoph Waltz. Llegados a este punto el guión se permite jugar con la perdurabilidad de la memoria y la reminiscencia de tiempos lejanos. Con la representación de la muerte sobrevolando la duología más íntima y recóndita del agente, que Mendes se ha encargado de trasladar con formidables resultados a la pantalla, el alegato metarreferencial se hace valer, y con él la estimación justa de esta cinta. Spectre alcanza el súmmun de las formas y ahonda en la idea del eterno retorno de un mito que, al término de esta cinta, pareciese dispuesto a cerrar un nuevo capítulo en su transitar por el mundo de los vivos. El héroe se prepara para vivir… sólo para morir otro día.