«Ahora el niño me hace recordar. Hay un recuerdo escondido en el living que conlleva una respuesta que ahora me sirve. “Destruye la imagen y quebrarás al enemigo”»
Javier Olivera«Nada vuelve
Todo es otra cosa
Nada vuelve nada vuelve »
Vicente Huidobro
Javier Olivera asiste al desastre. Graba imágenes de la destrucción de su hogar, su fortaleza y a la vez su cárcel. Su casa, imponente, erigida por su padre, se ve mermada, fragmentada poco a poco, empezando levemente en lo que parecería una reforma estructural de la casa, y acabando por derribar finalmente los muros, que caen ante la evidencia del paso del tiempo. Cada martillazo resuena como un martillazo en la memoria, en la identidad de uno. Un martillazo como un puñal en el orgullo familiar, en la propia historia. El director es hijo a su vez de un cineasta argentino, Héctor Olivera, que construyó su fortuna de la nada. Huérfano, fue escalando durante su vida hasta llegar a ser director de cine y más tarde fundador y productor de Aries Cinematográfica Argentina Sociedad Anónima, una productora que cosechó su éxito en las décadas de los setenta y ochenta, introduciéndose en el panorama cinematográfico argentino de forma muy destacada.
Ya lo dice el propio Olivera hijo, su padre era una especie de Ciudadano Kane y su mansión era algo parecido a Xanadú, algo colosal, magnífico, un monumento erigido a sí mismo. La casa en la cual se reunían los principales artistas del país a cenar, y “en las cenas se hablaba de cine, siempre”. Los límites entre la casa y el padre son difusos. Aquella casa como fortaleza levantada por el papá para proteger a su familia del peronismo, mantenerlos aislados en un “oasis en medio del terror”. Porque la política, al principio ausente, se introduce en el filme de una forma seca y brutal. El nombre de su padre estaba en la lista de condenados a muerte por la Alianza Anticomunista Argentina. El aterrador audio recoge la sentencia: “serán ejecutados por el Estado argentino por su nefasta influencia sobre el pueblo argentino y su acción inmoral, obscena y promarxista, que ataca a las bases occidentales y cristianas de nuestra sociedad. Los condenados tienen setenta y dos horas para abandonar el país. ¡Viva Perón!”. Pero su padre no marchó. Su padre permaneció aferrado a la casa. Y precisamente, podría haber sido la mansión quien les protegió de la tragedia, como dice el propio Javier Olivera, “al parecerse más a la casa de un empresario exitoso que a la de un revolucionario”.
Por lo tanto la casa, en torno a lo que gira toda la película, es a la vez paraíso y a la vez monstruo, una casa con vida propia, como lo era en Casa tomada de Julio Cortázar ese espacio en el cual dos hermanos conviven, pero se van dejando invadir poco a poco por el enemigo, la destrucción y el paso del tiempo. «Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.»
Javier Olivera lo deja bien claro desde el principio. La memoria y el espacio están relacionados. Por ello se sumerge en el recuerdo ayudándose de unos rollos de Super 8, para comparar la imagen de aquella casa donde él vivió con su familia, compararla con su propio imaginario de la infancia, territorio de proporciones cambiadas y evocaciones distorsionadas. El director argentino explora sus rollos de película y encuentra instantes familiares típicos, tiernos, inocentes. Postales para la posteridad. Pero nos avisa, esas son imágenes de cuando no eran ricos, cuando vivían de alquiler y aún no habitaban en su Xanadú particular. La antigua casa la define como el “breve destello de una felicidad simple” que no encuentra en los demás rollos, rodados en la nueva casa. Quizá el éxito, como en el Crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, sólo les trajo la desgracia al final, les arrebató la felicidad simple de querer y ser queridos.
El director reflexiona sobre su propia identidad. Hijo de un magnate argentino hecho a sí mismo, habitando en una casa-Coloso, se pregunta: “¿Cómo ser uno mismo ante la implacable sombra del monumento?” Mientras las imágenes de Súper 8 muestran a unos niños de puntillas intentando ver al padre por encima del escritorio. Al padre en el pedestal. En un plano contrapicado que implica la superioridad del personaje. Porque esta imagen, aun siendo real, es un reflejo del recuerdo, como ya dije, distorsionado. Por el tiempo y por el tamaño. Como la decepción que sufrimos cuando comprobamos la proporción normal que tiene el mismo espacio que cuando éramos niños recordábamos inmenso. Con la visión del infante que sólo utiliza el espacio para jugar y no reflexiona sobre el significado oculto que ocupa.
«La infancia de la cabeza
Con sus ojos que juegan en las praderas
(…)
Ignorar siempre las pesadillas de las nubes
Las desgracias del viento
Los males de la noche
Porque la noche sufre de no conocer su estatura»
Vicente Huidobro
La casa en el origen estaba llena de gente. Las mucamas danzaban entre sus muebles, atendiendo a los invitados, ocupándose de la casa. Poco a poco se fue deshabitando. Y sus ocupantes fueron abandonándose al vacío del hogar. Al eco cada vez más sonoro. Primero marchó el padre. Luego Javier Olivera. Más tarde los hermanos. La madre acabó como el capitán del barco, y fue la última en abandonar la casa. Javier Olivera nos proyecta imágenes analógicas de la construcción originaria que podrían ponerse marcha atrás y serían el espejo de las nuevas imágenes que muestran obreros destruyendo resquicio a resquicio la casa entera, que quizá el director quisiese poner marcha atrás también y evocar su construcción, negar la derrota del exterminio total de su patrimonio. Aunque quizá no fuese una derrota. Quizá el grabar la demolición de este monumento sea una catarsis personal. Quizá se esté deshaciendo de la pesada carga que le impide ser, y al aligerar su mochila pueda ahondar en su identidad, porque ya no hay sombra proyectada sobre él, porque ya no hay ningún gigante que le obligue a alzar la mirada.