El cine está entre los fotogramas
Jonas Mekas, el padre del cine diario, inmigrante lituano que encontró refugio en la Nueva York de Andy Warhol filmando todo lo que le rodeaba, presentaba en Cineasti del presente I Had Nowhere to Go, el radical film que le dedica el videoartista Douglas Gordon. Como gesto del festival también pudimos ver Walden (1969), su primer largometraje, donde acumula a toda velocidad fragmentos de vida que registró durante la década de los 60. De su amistad con los grandes cineastas avant garde (Markopoulos, Brakhage, el propio Warhol) al primer concierto de la Velvet Underground o cualquier instante intrascendente bajo la nieve o en un parque, que en sus manos se tornan extraordinarios e irrepetibles, capturando una época y dando forma para siempre a una nueva forma de entender el cine.
Pero no será hasta los últimos pasajes cuando su voz, que ocasionalmente puntúa con infinita curiosidad y sabiduría la escena, se detenga a revelar el mecanismo mismo de la imagen en movimiento. “That’s what cinema is, frames. Cinema is between the frames”. Las películas de esta segunda crónica, además de compartir el amor que sentía Mekas por todo lo que filmaba, entienden el cine de ese modo; Tizza Covi y Rainer Frimmel rodando Mister Universo en Super 16 mm, adentrándose en un mundo del circo que, como el del cine, se resiste a desaparecer; y The Last Family con el personaje del padre, el célebre pintor polaco Zdzislaw Beksinski, obsesionado por grabar todos los momentos familiares con su cámara de video, en especial aquellos más traumáticos.
Dedicada en los titulos de crédito finales a los trabajadores que han perdido su puesto de empleo por la digitalización cinematográfica, con Mister Universo Tizza Covi y Rainer Frimmel vuelven de nuevo su mirada al maravilloso mundo del circo, que tan fructifera relacion ha mantenido con el cine a lo largo de su historia, de Chaplin y los hermanos Marx a Fellini. Y que como este, se encuentra abocado a una decadencia de la que la pareja austríaca filma su canto de cisne.
Sin más presentación, asistimos al ritual de un domador mientras se viste en la caravana y besa su amuleto antes de salir a escena. La cámara, siempre en movimiento, se detiene en ese extraño objeto sobre el que empezamos a sospechar girará la trama. Una lámina de metal doblada por el forzudo Arthur Robin, en su día nombrado Mister Universo, que le regaló al protagonista cuando era un niño. Fundido a negro. Descontento con las malas condiciones de su trabajo, la desaparición o el hurto de este amuleto, problemente fruto de la mala relación del noble pero impetuoso domador Tairo con el resto de artistas circenses (a excepcion de una contorsionista con la que mantiene algo más que una sincera amistad), le llevará a emprender un viaje desde las afueras de Roma, donde malvive su circo, en busca de la unica persona capaz de devolverle la suerte, Mister Universo.
Por el camino, repleto de cálidos reencuentros, se ofrece una visión de Italia y de la familia que apela a la superstición, el gran tema de la película, como mecanismo de supervivencia. Una idea presente no solo en la búsqueda del amuleto que centra el relato, sino en cada detalle, desde la importancia de la religión, el equipo de fútbol, la convivencia o en el misterio de una colina en la que la ley de la gravedad desaparece. Todos los personajes se agarran a la superstición para sobrevivir, apegados día a día a sus creencias, recuerdos y a la musica por la necesidad de dar sentido a su existencia.
Para dar forma al guión, un milagro alejado de didactismos ni tremendismo alguno, los cineastas austríacos se apropian de la realidad con un enfoque documental a través del que han consolidado una filmografia que alcanzó su punto más álgido a nivel internacional con La pivellina (2009), de la que Mister Universo supone una continuacion al recuperar a varios de sus personajes, incluido su protagonista, Tairo. El resultado suena a despedida, no en vano ya han afirmado haber puesto punto y final a una etapa con esta bella película, que merece encontrarse en el palmarés y aupar a sus realizadores a la primera línea del cine social europeo.
La familia del pintor Zdzislaw Beksinski fue todo un fenómeno popular en la sociedad polaca. El padre por sus infernales pinturas surrealistas. El hijo, aquejado de una enfermedad mental, por sus famosos doblajes de los Monty Python, que le convirtieron en una celebridad televisiva. La madre suponemos que por aguantarlos. Narrar su historia cargada de polémica sin caer en la hagiografía ni juzgarlos, esquivando los lugares transitados del biopic y los aspectos más conocidos de su vida, era el enorme reto de su joven director, que con su primer largometraje intenta el más dificil todavía: incluir sus propias grabaciones para que cuenten su historia de forma activa.
Y digamos que a The Last Family (Ostatnia Rodzina) al principio no le sale del todo, por acumulación de situaciones carentes de sutileza, pero acaba encontrando un tono próximo a la comedia negra desde el que logra reconciliar su imagen pública y privada, brindándoles un sentido homenaje que aborda más de 30 años de su vida. Para ello, Matuszynski utiliza con esmero los distintos cambios de época y del país para describir su cambiante estado de ánimo a través de la dirección artística. Descuidando a su costa la evolución dramática de los personajes, pero encontrando en ese caos que fue su vida, marcada por la incontrolable personalidad del hijo, aquello que les unía, su pulsión creativa frente a la muerte, que les reservaría un destino cruel.
Un ansia de muerte que el hijo, cuyo parecido al actor norteamericano Will Forte convierte su (sobre)interpretación en la de un trasunto de la Nueva Comedia Americana, busca desesperadamente, pero a la que el padre no dejará de mirar con ternura desde su cámara. Decisión fundamental, la de cambiar el dispositivo, y con este de textura y punto de vista, que provoca una insólita mezcla de ternura y macabro sentido del humor gracias a la que el joven realizador polaco logra esquivar el morbo y la crueldad injustificada con la que el cine de autor suele mirar a la muerte. Bien jugado.
Por último, con la intención de reseñar en cada crónica algún film de la retrospectiva dedicada al cine de la Alemania Occidental durante la posguerra, nos detenemos en Geschwindigkeit (1963), uno de los primeros trabajos del prestigioso director alemán Edgar Reitz, presidente este año del jurado Pardo di domani. El cortometraje continúa la línea de los comentados en la primera crónica, estudios acerca de la la ciudad y su arquitectura, pero llevado a su máxima expresión en movimiento. Sin diálogos, la cámara recorre ciudades, parques y carreteras a gran velocidad, como si de una montaña rusa se tratara, llegando a la abstracción. Otra de tantas obras remarcables y de vanguardia que los pocos asistentes a la retrospectiva no estamos dejando de descubrir.