Nacido en Caracas, en el año 2004 Andrés Duque se dio a conocer en el cine español con Iván Z, retrato del cineasta de culto Iván Zulueta que le valió una nominación al Goya. Después de diversos cortometrajes (Paralelo 10, Landscapes in a Truck, La Constelación Bartleby, All You Zombies, No es la imagen, es el objeto) en 2011 dirige su primer largometraje, Color perro que huye, que se estrenó en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam, y a continuación Ensayo final para utopía (2013), un film de carácter antropológico en torno a la muerte de su padre que le confirmó como uno de los cineastas más estimulantes del llamado “otro cine español”.
Oleg y las raras artes (en cines españoles a partir del 7 de octubre gracias a Márgenes Distribución) es el tercer largometraje documental de Andrés Duque. De nuevo un retrato, el de Oleg Karavaichuk (fallecido el 13 de junio de 2016, meses después de realizar esta entrevista), célebre compositor con la fama de ser el único músico con permiso para tocar el piano imperial guardado en el Hermitage. Un personaje enigmático y paradójico que se escapa de toda clasificación posible, cuyo discurso obliga al espectador a reflexionar constantemente sobre los límites del arte. La película, que continúa su exitosa carrera por festivales de todo el mundo, recibió en la décima edición del Festival Punto de Vista el Gran Premio a la Mejor Película por, en palabras del jurado “su innovadora, coherente y sensible aproximación al retrato de un artista”.
En primer lugar, quería preguntarte por la visión sobre el arte que da Oleg en la película. ¿Crees que Oleg defiende un arte dirigido a minorías cultivadas, un arte en cierto sentido elitista, o su capacidad universal para afectarnos a todos independientemente de nuestra formación?
Es una buena pregunta para hacerse. Hasta qué punto habría que definir qué es elitista y si realmente el término elitismo es negativo. Yo a veces creo que el elitismo no es negativo, y a veces pienso incluso que el elitismo, cuando no está enmarcado en un contexto de intereses económicos o ideológicos, cuando el elitismo tiene que ver con la necesidad de transgredir, de subversión, creo que es entonces cuando el elitismo está más relacionado con lo que el arte debería hacer, que es provocarnos, provocar pensamiento y nuevas formas de conectarnos con el ser humano. En ese sentido, pienso que sí, que Oleg es de las personas que más transgrede y que mejor nos da una visión que no es rígida del arte y de la vida. A mí me parece que es lo más bello que tiene. Y me costó. Como cineastas, siempre intentamos dar una visión unívoca de todas las personas, casi monolítica. En el cine hay buenos y hay malos, hay policías que responden a ciertos estereotipos… Oleg en cambio es el antiestereotipo, el antiarquetipo. Es tantas cosas a la vez.
En ese sentido te quería preguntar por esa combinación de características, aparentemente paradójicas, de la personalidad de Oleg. Reivindica el pasado zarista ruso, el papel de la Iglesia como protectora del arte; a la vez alaba a Stalin por cómo trataba a los artistas. ¿Cómo pueden convivir en él todos esos rasgos simultáneamente? Y tú que has estado trabajando en Rusia en esta película, ¿crees que esa contradicción refleja bien la identidad de la Rusia contemporánea?
Desde luego. Es curioso cómo para nosotros puede resultar algo contradictorio, sin embargo para ellos no lo es, porque lo han vivido en carne propia. Es casual que quizá en la película Oleg celebra algo bueno que hiciera Stalin a pesar de que el régimen estalinista truncó la vida de Oleg: fue el censor de su obra, fue el que llevó a su padre a campos de trabajos forzados en Siberia, y él nació en ese contexto. Luego le ha tocado vivir otros de más apertura, pero claro, el tiempo pone las cosas en su justo lugar y creo que, en el fondo, lo que está reclamando es el concepto de que esta identidad rusa es trescientos años de historia, por poner un marco dentro del que se ha pasado por tantas formas y sistemas de gobierno que claro, es difícil mantener una posición sólida ante eso. Por eso, por un lado, él siente fervor por Catalina la Grande, monarca, zarina, como puede admirar ciertas cosas de Stalin.
¿Cómo construiste tu relación con Oleg? ¿Qué distancia o cercanía existía entre ambos? ¿Cómo te lo fuiste ganando?
Yo pensé que la barrera idiomática iba a ser un problema grande, y por supuesto lo fue en cierta medida, pero tenía claro cuáles eran mis intenciones al principio. Acompañé a Oleg Karavaichuk un lunes en el Hermitage y de pronto lo vi sacando música de los mármoles. Él me decía que todos los objetos que hay no son objetos inanimados, sino que son pura energía, y esa energía es ritmo, es música, y que él era capaz de percibir eso y de llevar después todo eso al piano.
Cuando le vi en esa especie de trance, como un médium, sacando estos sonidos, me di cuenta de que esa parte gestual que no había visto hasta ahora era fundamental para la película, y que para mí, grabar eso, ya era la película, no necesitaba más. No necesitaba construir una biografía, no necesitaba fijarlo en un contexto geopolítico concreto, sino ese ritual suyo, que es algo que tiene que ver mucho con mi cine también. Allí encontré un punto de conexión que respondía a unas pulsiones personales y a unas afinidades estéticas que era lo que yo buscaba. ¿Qué pasaba? Claro, con Oleg, cuando encendía una cámara, no paraba de hablar (risas). Y no paró de hablar ni un momento.
Él entendió que la relación conmigo sería detrás de la cámara, pero siendo plenamente consciente de que iba a tener una cámara delante de él. Y se convirtió en ese personaje. También entendía que la película iba a ser sobre ese proceso creativo suyo, nunca explicado de una manera didáctica, sino más bien observando cómo fluyen las ideas, de cómo nuestra mente funciona. Entonces, esa parte gestual de repente me la dejó a un lado, como si le diera vergüenza, como si dijera “esto no quiero que lo vean”.
Pero me costó mucho, solo conseguí dos momentos así. El primero fue aquel en el que Oleg se queda en silencio. Ahora, cuando estábamos viendo la película, me dijo: “En ese momento yo estaba escuchando a Wagner”. Y Wagner es como su dios, es su religión. Él habla con Wagner, yo le he visto hablar con Wagner. El segundo fue ese momento en el que le ves dormir la siesta y que parece estar tocando el piano. Él es así, es sonámbulo y tiene este lado que a mí me atrae mucho también. Cuando pude conseguir al menos esos momentos sentía que la película tenía los elementos suficientes como para decir: bueno, esto es lo que me gusta de Oleg, esto es lo que quiero mostrar.
¿Te impusiste tú como cineasta ciertos límites? ¿Te puso Oleg alguno?
Sí, al principio Oleg me censuró muchas cosas. De hecho, todo lo que finalmente está en la película. No me dejaba entrar al lugar donde él toca el piano, en ese lugar no entra absolutamente nadie más que él, y el sonidista. No podía ir tampoco a su pueblo.
Con alguien con una personalidad tan marcada como Oleg, cuando tú provocas o transgredes alguna de las normas que te ha planteado, ¿cómo reaccionaba?
Si una persona realmente amargada, que no ame al ser humano, me dice: “No vayas a mi pueblo”, y descubre que voy al pueblo, me diría: “Vete a la mierda. No quiero saber nada más de ti”. Sin embargo a Oleg le hizo mucha gracia que fuera. El hecho de que yo mismo haya roto esa regla que me impuso hizo que él creyera que yo era la persona adecuada. Y en la película, cuando la estábamos viendo, ocurría eso, que era muy bonito. Le encantó que incluyese la carta de la Reina. Me dijo: “Otro no la hubiese puesto, pero tú la pusiste”. Me lo agradeció. Así que, bueno, yo me he sentido muy tranquilo después de haber visto la película con él en pantalla grande, y darme cuenta de que la estaba disfrutando. Que Oleg disfrutaba de esos momentos de antiestética, esas cosas por las que he apostado y donde veo que hay afinidad entre nosotros. Ha valido la pena el esfuerzo.
Un pueblo que finalmente tiene mucha importancia.
Claro. Y yo sabía que las localizaciones de esta película tenían que ser esas. Hasta que no lo consiguiera, sabría que no había conquistado su corazón. Hubo que esperar a que eso ocurriera, resultado de un proceso de dos años, y no fue hasta el verano pasado cuando realmente lo conseguí. Me pasa esto cuando he hecho retratos, como con Zulueta o Rosemary, una filipina de Barcelona en un corto que se llama Paralelo 10, que son gente también muy al margen y que tienen una forma de entender la vida tan diferente que a mí me atrapa. Son personas que necesitan que pases mucho tiempo con ellas, pero el proceso de grabar luego es muy corto. El ochenta por ciento de Oleg y las raras artes se grabó en dos semanas en San Petersburgo. Pero detrás había dos años en los que estuve grabando también, tratando de encontrar cosas que para mí fuesen bonitas.
¿El estilo formal de la película lo tenías claro al inicio o lo fuiste encontrando durante el proceso?
Es que claro, yo procuro que todas mis películas jueguen a ir en contra de un estilo definido. Y eso juega también a favor de esa idea de no crear estereotipos, tampoco a nivel estético. Yo soy antiestilo, y quizás ese es mi estilo (sonríe). En todo caso, la película empieza con una serie de encuadres muy rígidos, que potencian la localización que hay, el espacio y la solemnidad del Hermitage. Pero luego, poco a poco, voy dejando que esa cámara se libere también, como Oleg en cada momento. La cámara fija pasa a ser una cámara en mano, que tiembla, que utiliza una serie de barridos, y eso es deliberado, por supuesto: una manera para que el espectador sienta también que la cámara se relaja.
En una película en la que tiene tanta importancia el sonido, y la música que interpreta Oleg ante la cámara, ¿cómo trabajaste el sonido? ¿Cómo lo cuidaste?
Eso lo tenía más fácil, porque Boris Alekseev, que fue el que hizo todo el registro sonoro, es la persona que le ha acompañado por más de veinte años a realizar conciertos. Gracias a él, Oleg tiene incluso dos discos grabados, ahora tres; de no ser por Boris, él nunca hubiera tomado el esfuerzo de grabar un disco. Toda su música es improvisada, para él la música es así. Él la interpreta, la escucha quien la tenga que escuchar y desaparece. Esta idea de registro en realidad no la tiene. Y cuando conoce a Boris, él empieza a darse esa tarea de registrar, de que ese material improvisado quede grabado en un soporte. ¿Quién mejor que él para saber dónde poner el micro en un piano con Oleg?
¿El proceso de posproducción del sonido fue complicado?
Para nada. Boris me hizo una primera mezcla y fueron muy pocas las modificaciones que le pedí. Yo soy muy quisquilloso con el sonido, tengo esa manía, y me gusta. Boris me pasó esto, y yo le di una lista de dieciocho cambios que quería hacer. Boris me decía: “¿Pero de verdad te gustó? Porque me estás diciendo dieciocho errores que hay”. Y yo le decía: “Tío, estoy escuchando los detalles. Creo que estoy un poco más aquí”. Y me decía a mí mismo: “Para mí son SOLO dieciocho”. Pero no, trabajamos rápido y bien, porque Boris, como te digo, lleva muchos años trabajando con él y sabe cómo hacerlo.
Hemos hablado un poco a propósito de esta entrevista de tus anteriores películas y de tu trayectoria como cineasta. Quería preguntarte qué lugar crees que ocupa esta película en tu filmografía. ¿Sientes que buscas lo mismo que en tus primeros cortometrajes? Algunos de ellos, como esta película, eran retratos de artistas. ¿Qué crees que hay de diferente respecto a cuando empezaste?
Creo que esta película enmarca todas las anteriores. Es curioso cómo hay elementos visuales que hacen mención a Zulueta: ese hombre con la gabardina que sale su casa hacia esa especie de bosque, rodeado de verde. Esos rituales de Oleg que me recuerdan tanto a Rosemary. Ese fetiche hacia los libros que, de alguna forma, tienen relación con La constelación Bartleby, también con un corto que se llama No es la imagen, es el objeto, cuyo título está tomado de una frase de Zulueta, hablando de esa pasión por los libros, y de que no es tan importante la imagen que te producen como la fisicidad de esos objetos. Curiosamente, en Oleg entro en esta casa donde están los libros, y para mí es como tocar la cultura rusa de una manera física también, verme con un atlas de Rusia allí y tocarlo. Pero no son elementos que respondan a una lógica, sino a pulsiones que están latentes siempre en mis películas, y que cuando las descubro, porque no las busco, me alegra encontrarlas, me parece muy bonito.
Te quería preguntar también por qué se quedó fuera de la película la parte grabada en el Museo del Prado.
La parte que se grabó en el Prado se debe a que, cuando yo conozco a Oleg, él estaba en un proceso de reacción ante algo que le ha estado persiguiendo durante muchos años: constantemente le comparan con El Bosco. En Color perro que huye había utilizado el cuadro de El jardín de las delicias como una especie de imagen de fuga, me pareció que también ahí había otro punto de encuentro entre nosotros y que quizá era una manera interesante de marcar un inicio para la película. Porque aunque me gusta lo que te he comentado, el intentar huir de las narrativas o conceptos preestablecidos, inevitablemente lo tenemos que hacer, y más cuando tienes un pequeño equipo detrás. Vas a por una idea y apuestas. Yo aposté por esta idea, pero bueno, fracasó, porque luego él se da cuenta de que es innecesario, y a mí también me parecía que, si bien era una idea bonita, el proceso no estaba ocurriendo de una forma natural, se estaba forzando mucho el querer poner cara a cara a Oleg y El Bosco que no tenía por qué hacerse necesariamente.
Abortamos esa idea, cuando lo traje a Madrid para que viese El Bosco y grabamos algunas cosas allí. Ese material se usó para un concierto, o anticoncierto que planteamos, en el que al final tocó solo cuatro notas porque no le gustaba el espacio, aunque a la gente le encantó, se quedó fascinada con los comentarios que hacía frente al cuadro. La verdad es que fue un momento muy Oleg, muy raro. No un concierto al uso.
Volví a San Petersburgo el verano pasado y le dije a Oleg: “¿Qué vamos a hacer? No encontrábamos. Vamos a conversar y aquello que sientas que debes decir, empieza a decirlo, y vamos a grabar el Hermitage, vamos a grabar el Komarovo, ahora que me das permiso, vamos allí y a ver qué pasa”. Y así fue: una película donde no se impuso nada. Más bien había un juego de seducción que creo que queda bastante claro en el hecho de que yo acabé haciendo una película muy rusa y él acabó convirtiéndose en una persona que evoca España.
¿Y quizás gracias a aquel juego de seducción y a la apertura de Oleg salieron momentos como la mención a Putin? Un reproche hacia el feo del jefe de Estado en el bicentenario del nacimiento de Catalina la Grande que parece que Oleg tenía muy clavado.
Sí, es curioso (risas). Porque en realidad, de ese momento grabamos como tres versiones. Alguna se la había sugerido yo… Y en esta tercera me comentó: “Quiero decir algo más”. Y recordó ese concierto al que Putin no asistió. Y eso fue lo último que grabamos. Cuando lo escuché estaba alucinando (risas). Pero me parecía que no tenía mucho sentido. Y sin embargo, ya en el montaje, probando que versión funcionaba más, esto era de una gran belleza. Yo no había entendido el final. Cuando dice: “¿Por qué la gente no puede dejar las cosas a un lado, sentarse en una silla y contemplar el horizonte en la Historia?”. Esto es fantástico. Ya está, esta es la secuencia que tiene que ir, esta es la que funciona. Así que la dejé.