Un festival de cine de las dimensiones y el marco publicitario de San Sebastián termina siendo un constructo. Hablamos de más de 200 películas y miles de acreditados entre productores, distribuidores, exhibidores y prensa de muy distintos tipos. Todos esperando la gran película del festival. O al menos una película acorde con sus expectativas y respectivos intereses, que no tienden a ser los mismos. Lo habitual es encontrar productos de laboratorio gestados en un despacho o en un foro de coproducción, amoldados al gusto de determinados jurados y agentes de ventas internacionales. No nos engañemos, hay tanto de cálculo en el cine de autor y los festivales como en el cine comercial. Y Zinemaldia precisamente acoge ambos.
Inmersos en esta vorágine, resulta obligado tomar distancia para tratar de leer el conjunto y celebrar aquellas producciones que se alejan de lo normativo, que nos muestran su fragilidad y en las que merece la pena detenerse por ser capaces de trascender al ruido promocional de estos diez días. De la enésima variación del cine de Hong Sang-soo y del Madrid que evoca Jonás Trueba a tres óperas primas que tienen en común la búsqueda del naturalismo desde el artificio que no deja de ser el cine. Cinco películas que se despojan de los elementos más accesorios, ya sea a través de limitaciones formales, narrativas o de directrices interpretativas, tratando de encontrar su mirada genuina. La que al menos nosotros fuimos buscando.
Pese a que su presencia lleve siendo habitual en los festivales más prestigiosos del mundo desde principios de siglo, Hong Sang-soo todavía seguía puesto bajo sospecha por los de siempre. Lo que hasta ahora le había impedido llegar a un público más amplio en nuestro país no era la complejidad de su cine, cada vez más transparente y depurado, sino esa distancia cultural a romper con las formas (o más bien fórmulas) audiovisuales predominantes impuestas desde Hollywood. Ya saben, las películas del cineasta surcoreano tienen un estilo visual muy particular e intransferible. De un acabado fotográfico naturalista y puesta en escena de apariencia sencilla, rueda todas las secuencias en un único plano repleto de decisiones formales tan elementales como sugerentes en sus manos: panorámicas, zooms, fueras de campo… En sus películas cada detalle importa y advierte nuevos matices que cambian por completo la escena, al añadir sutiles variaciones en cada escena y en la interpretación de los actores, cuyo texto se les entrega y memorizan la mañana misma del rodaje.
Precisamente se puede considerar a Hong Sang-soo un cineasta de la variación, sus argumentos suelen estar protagonizados por cineastas, artistas e intelectuales que sufren un desengaño amoroso o tienen un breve encuentro romántico alrededor del que zigzaguea la narración. Esa variación provoca que incluso los tiempos cambien. Pocos tendrían dudas después de ver Yourself and Yours (Lo tuyo y tú será el título de su estreno en España) de que no solo estábamos ante el mejor director del festival, así también lo consideró el jurado, sino ante uno de los maestros del cine contemporáneo. Como si se tratara de un gran pintor, con cada nueva obra de Hong Sang-soo asistimos a otro inescrutable brochazo de su talento para indangar en las relaciones afectivas desde la materia fílmica más pura, el tiempo. También el alcohol, siempre presente en sus películas, se presenta en esta ocasión como el macguffin que desencadena y nubla las acciones de sus personajes, que dan vueltas en círculos perdidos en un bucle espacio-temporal.
Lo tuyo y tú discurre entre la realidad y la imaginación de su protagonista, un pintor (aquejado de una cojera accidental que remite a Buñuel) obsesionado por recuperar a su pareja tras abandonarla debido a su creciente alcoholismo. La ruptura la lleva a encadenar a una serie de infractuosos encuentros con otros hombres de los que a la mañana siguiente se olvida. Pero aunque en una primera capa su leve estructura no parezca añadir demasiado a su cine pretérito, sobre todo tras la mucho más ambiciosa Antes no, ahora sí, no es hasta llegada la secuencia final, ese brochazo al que nos referíamos, cuando nos obliga a replantear todo lo acontecido al desplazar su atención a una vela que se consume mediante un fundido. Esa elipsis tan decididamente mínima, pero inédita hasta entonces entre sus recursos utilizados, alcanza profundas resonancias al señalar el paso del tiempo, por ende lo real de esa escena y del amor que esta vez sí une a sus personajes. Un gesto con el que confirma a propios y extraños su maestría y que justifica todo un festival.
Dos atípicas sorpresas llegaron desde Asia a Nuev@s Director@s. Alejadas de las crudas disecciones de la realidad social habituales en la sección, encuentran en el cine de Hong Sang-soo y de Woody Allen respectivamente (ni mezclados, ni agitados) su aliento creativo. Our Love Story supone el debut en el largometraje de la cineasta surcoreana Lee Hyunju, que retrata con ternura al romance lésbico entre una tímida estudiante de artes plásticas y una atractiva camarera, cuya relación ocultan por las convenciones de la sociedad de su país. Lejos de dramatizar ni de proclamar una crítica social que enarbole el relato, implícita de por sí, Hyunju aboga por una narrativa mínima, de encuentros en bares e intimidades en apartamentos que conecta formalmente con el cine de su compatriota, el director de Lo tuyo y tú. En cambio, lejos de sus puzzles narrativos, la realizadora detalla de forma precisa los vaivenes de la relación debido a sus personalidades opuestas con una estructura narrativa más bien convencional, cuya sutileza probablemente no sea suficiente para hacerla trascender más allá de la honestidad de su relato.
Por otro lado, compuesta por una polifonía de escenas que unen y separan a sus personajes en la gran ciudad china de Guangzhou, encontramos Something in Blue, apenas esbozos sin continuidad lógica ni narrativa de los amargos intentos por alcanzar el amor de un grupo de treintañeros que combaten la alienación y la soledad. El debut en el largometraje del crítico de cine Yunbo Li está salpicado constantemente de notas jazzísticas, entre ellas por supuesto las de Thelonious Monk a las que cita el título, lo que se impregna a su estilo visual, que remite al humor del Woody Allen más neoyorquino. Yumbo Li filma atardeceres y rincones de la ciudad entre la incomunicación y la neurosis de sus personajes, a los que deja actuar de forma naturalista, en ocasiones próxima al documental, con mucho de improvisación y un aire de modernidad sin duda inusual en la cinematografía de su país. Su repetitiva estructura y excesivo metraje corren el riesgo de convertirla en una fórmula a la que se ven pronto las costuras, pero ofrece lúcidas reflexiones sobre la sociedad china contemporánea y desprende un encanto por el que merece la pena seguir a su autor.
Sumidos en una época para olvidar de la comedia española, que subsiste estancada en un humor clónico y regionalista a mayor gloria de las televisiones, de donde procede su escaso talento y a las que por supuesto vuelve en forma de subproductos seriados en un eterno retorno de lo rancio, se agradece encontrar un debut trazado con suma inteligencia y profundidad dramática. En especial porque lejos de estar realizado pensando en la taquilla y sin tratar al espectador como un gran target, se nutre de otras enriquecedoras corrientes cinematográficas para cimentar su personalidad. El referente de María (y los demás), opera prima de Nely Reguera, parece claro. El cine de Noah Baumbach sobrevuela su metraje (más en concreto Frances Ha, aunque también Margot y la boda) y parece imbuir a su protagonista, una Bárbara Lennie que saca a relucir su fragilidad interpretativa para moverse de la introspección a la ternura en apenas un parpadeo. O de una carrera al más puro estilo Greta Gerwig. Tan solo falta que en cualquier momento suene David Bowie.
El tono naif del conjunto, no exento de amarga reflexión generacional, bascula entre las ambiciones de su directora por mostrar una voz propia tras las cámaras y la necesidad de aproximarse al género, adecuado a las incómodas situaciones por las que pasa su protagonista, María, una treintañera que intenta sostener el mundo a su alrededor en pleno (des)encuentro familiar debido a las segundas nupcias de su convaleciente padre. Mientras tanto, el suyo propio, el de sus fantasías sentimentales y profesionales, se verá desplazado a los rincones de su imaginación.
Rodada en Galicia, la gris y granulada fotografía se suma a la planificación de los diálogos, de ocasionales planos secuencia pegados a sus personajes, para desplegar un salto cualitativo con la pobre realización televisiva que se impone en la comedia comercial. Pero más allá de lo estético, su puesta en escena ayuda a profundizar en los claroscuros de sus personajes. La cámara les dedica un tiempo esencial del mismo modo que también les permite espacios en blanco, como la boda a la que nunca asistimos, que llenan incluso de mayor contenido y significado la narración. María (y los demás) termina siendo todo lo que está y lo que se queda fuera de un periodo de vida crucial para el devenir de su protagonista. Además de lo que cada uno pueda aportar a esa pequeña familia española en la que no cuesta llegar a verse reflejado.
El acto de hacer cine, pensarlo y transmitirlo en todas sus formas recorre la personalidad y breve filmografía de Jonás Trueba, gestada en torno a (des)encuentros románticos sobre los que vuelca su cinefilia, estado de ánimo vital y mundo interior. Tras “rodar sobre la marcha” Los exiliados románticos, con la que daba un paso atrás en lo cinematográfico a cambio de alcanzar con plena libertad un método de producción alejado de la industria, similar el que lograra rodando a lo largo de un año Los ilusos, en La reconquista Jonás Trueba equilibra su ambición por hacer un cine que nazca del deseo de rodar entre amigos, con la libertad para esquivar las trabas de la financiación así como la madurez para plasmarlo con una puesta en escena más calculada y ambiciosa.
La reconquista es la historia de Manuela y Olmo. O lo que queda de ella, el fantasma del primer gran amor, aquel que se vive en la adolescencia. Dividida en dos mitades que funcionan como dos películas distintas que se retroalimentan, en la primera de ellas, que acumula la mayor parte del metraje, asistimos a su cita nocturna después de un largo tiempo sin verse. La cámara de Trueba se fija con sumo pudor en los detalles de cada una de sus conversaciones y en la atmósfera de sus silencios, con los que juega de forma inteligente y en plano secuencia durante un concierto de Rafael Berrio, artista invitado que, al igual que Tulsa en Los exiliados románticos, presta su música al film. A su vez, el ojo de Santiago Racaj en la fotografía compone una sinfonía de colores que reduce el filme a cuerpos en movimiento durante la noche madrileña.
En la segunda mitad, que provoca una valiente ruptura narrativa, Jonás Trueba pone en imágenes el despertar de aquel romance adolescente en su tierna edad, corriendo el riesgo de romper con las expectativas del espectador y lo planteado con anterioridad, pero también asumiendo el reto de plasmar la profundidad y pureza de su relación a la altura de lo evocado. Una decisión radicalmente opuesta en su gestión del ritmo y del tiempo fílmico, ya que pasa de alargar su encuentro en la actualidad durante una noche a condensar en el montaje todo un verano y el principio de un curso años atrás. El paso del tiempo como elemento clave no solo en el argumento, sino en la construcción cinematográfica.
A través de ese recuerdo, que asiste a su protagonista en forma de paseos, declaraciones de amor escritas en cartas, canciones dedicadas, bailes en la madrugada, escalinatas que les separan y un musical viaje en moto al amanecer por las calles de Madrid, Trueba compone La reconquista de trozos de vida que vuelven a hacer presencia, con el fin de atrapar esa sensación de que el mundo ha cambiado después de su encuentro. En ese sentido, se podrá acusar a la película y a su cine de afectado, cursi o incluso ensimismado, pero estaríamos dejando de lado el valor de la mirada personal de un autor honesto y consecuente consigo mismo. Una mirada como con la que nos interpela Francesca Carril en el último plano, repleta de incógnitas e incertudimbre, que en su misterio revela al autor que estábamos esperando encontrar desde su debut.