La 17ª edición del LPA Film Festival se presenta con un editorial que insiste en su interés, nunca disimulado, por ese cine que se mueve en los márgenes y se atreve a desafiar las concepciones ya asimiladas por el público para reconstruir sus propias reglas. Un cine atento a los tiempos muertos más que a los grandes sucesos y que no tiene miedo a diluir los límites entre ficción y documental. Pero ese editorial también reconoce que lo que en el nacimiento del festival eran excepciones, poco a poco se ha ido abriendo paso hasta construir su propia norma, conformando una ola de academicismo de cine de festival. Y contra esa fórmula busca revelarse, intentando rastrear aquellas obras de auténtico espíritu renovador y desafiante dentro de la cada vez más abundante corriente de “cine de festival”. Un cine que valga la pena sacar de las sombras y prestar apoyo.
Ese mismo espíritu de lucha conecta a las tres películas presentadas hasta el momento en la sección oficial, filmes que cada uno a su manera dan voz a sectores desfavorecidos de la sociedad que necesitan oídos (y ojos) a los que hacer llegar su voz. Esos desheredados que luchan para sobrevivir en una sociedad que es a la vez causa de sus males y el único vehículo a su alcance para superarlos.
Tal es el caso de la protagonista de Katie Says Goodbye (Wayne Roberts), ópera prima y digna representante del cine independiente americano, haciendo valer ese adjetivo que ha ido perdiendo su sentido para convertirse en un género más. Katie sobrevive en un pueblo de la América profunda como camarera, recurriendo a la prostitución para conseguir ingresos extras que la ayuden a conseguir su sueño de trasladarse a San Francisco. La mirada cándida y optimista de la protagonista (una sorprendente Olivia Cooke) ayuda a aligerar el tono del relato, que se trunca en la recta final por una excesiva acumulación de sucesos que acaban rayando en lo sádico. En última instancia se percibe un resquicio de esperanza, aunque se eche en falta el empoderamiento como respuesta al machismo que rodea al personaje principal.
La lucha se traslada hasta las ciudades industriales de China en Bitter Money (Wang Bing) donde el reconocido documentalista retrata la situación de muchos de sus habitantes, que se desplazan desde poblaciones cercanas buscando en la industria textil un camino hacia la prosperidad. Para ello no recurre a presentar las jornadas de trabajo y sus duras condiciones, sino que pone la mirada en los tiempos muertos, donde se pone en evidencia que forman parte de un sistema en el que son víctimas y a la vez piezas esenciales, pues en todas sus conversaciones acaba apareciendo el dinero, enfermedad y remedio para su situación. La propuesta se pone en escena desde una mirada externa, dejando que la realidad se revele por sus propios cauces, aunque eso se acabe traduciendo en un metraje más abultado de lo necesario.
Este canto a los desheredados se completa con El otro lado de la esperanza, esperado nuevo trabajo de Aki Kaurismäki que llega con el aval del premio a la mejor dirección en el último Festival de Berlín. El maestro finlandés da voz a un tema de actualidad como es el de los refugiados que llegan a Europa desde países como Siria o Irak, consiguiendo esquivar con acierto el riesgo de caer en el panfleto y bálsamo de conciencias. Kaurismäki mantiene intacto su humor y constantes temáticas, como la unidad y solidaridad de las clases desfavorecidas, pero no le tiembla el pulso a la hora de señalar la hipocresía de las autoridades Europeas y el racismo latente en nuestra sociedad. Sin duda resulta estimulante encontrar a un director veterano, haciendo uso de unas formas y discurso que domina a la perfección, para hacerlos encajar en el presente. Ese deseo de renovación y movimiento continuo es el que precisamente conforma el espíritu del festival.