En la última jornada de la decimoséptima edición del Festival de Las Palmas se dio a conocer el palmarés, lo que conlleva la inevitable necesidad de hacer balance. El Lady Harimaguada de Oro ha recaído sobre el último trabajo de Wang Bing, Bitter Money, mientras que el segundo premio ha sido para la argentina Kékszakállú de Gastón Solnicki. Por su parte, el premio al mejor cortometraje fue para David Pantaleón por el estimulante El becerro pintado. En el apartado actoral, el galardón femenino ha recaído sobre Véronique Tshanda Beya, protagonista de Félicité, mientras que el reconocimiento a mejor actor fue para Adam Horovitz por Golden Exits. Además, el jurado popular ha otorgado su reconocimiento a Harmonium de Koji Fukada, sobre la que nos detendremos a continuación.
Un palmarés que hace honor a una selección que destacó, en palabras del propio jurado, por tratarse de una apuesta “valiente y a contracorriente” en el panorama actual, dentro del que el festival sigue dando señas de crecimiento. O así lo demuestra la presencia de nuevas sedes, el asentamiento de algunas secciones paralelas y la cada vez más numerosa presencia de público en las proyecciones (a falta de que los datos oficiales confirmen la sensación que se percibe en unas salas por lo general completas). A este respecto el propio jurado ha querido señalar su sorpresa ante “el conocimiento que tienen los espectadores del cine que se proyecta en el festival” concluyendo que “este festival se merece el público que tiene”.
Este extremo es sin duda muy importante, pues el valor de un festival va más allá del prestigio de los grandes nombres que pueda incluir en su programación, siendo importantísima su labor educativa a la hora de mostrar un cine de difícil acceso. Poco sentido tiene un festival que vive de espaldas a su público, por lo que a las puertas de la mayoría de edad, el Festival de Las Palmas demuestra que ha sabido ganarse a su público.
Por último, la sección oficial llegó a su fin con dos largometrajes que cuestionan ciertos lugares comunes de la cinematografía de sus respectivas nacionalidades, sin llegar a convertirse en obras completamente extrañas o volátiles, lo cual supone también una celebración, pues cualquier pequeño paso para separarse de la norma es un paso al fin y al cabo. Con Harmonium y Golden Exits damos cierre a un festival que en su heterogénea unidad ha conseguido representar el cine de distintas partes del mundo y detectar los impulsos creativos que, como apuntaba en su editorial, pueden convertirse en corrientes con el paso de los años.
El japonés Koji Fukada presentó Harmonium tras su reconocimiento el pasado Festival de Cannes dentro de la sección Un Certain Regard, en la que un cotidiano relato familiar se resquebraja con la llegada de una tragedia inesperada que cambia sus vidas. Al igual que sucede con ese mal invisible que se abre paso en las grietas del relato, la puesta en escena naturalista pero bien medida va dejando paso a un expresivo uso de los colores y el vestuario, así como un interesante uso de los espacios en la vivienda como reflejo de la psicología de los personajes. Fukada combina con sorprendente equilibrio la delicadeza y elegancia japonesa con el desgarramiento y exceso que habitualmente toma el control en el cine nipón, una acertada decisión que dota a la película de vitalidad e identidad propia.
Tras la retrospectiva celebrada en 2015, Alex Ross Perry regresa al Festival de Las Palmas con Golden Exits, que se aleja del arquetipo de cine indie americano (a pesar del elenco de caras conocidas) para presentar una película de pulsiones y sueños sin concretar. Hace ahora 10 años, David Fincher propuso en Zodiac un relato policial al que se despojaba de conclusión al no conocerse la identidad del asesino, revelando así el agotamiento de la estructura arquetípica del relato. Alex Ross Perry realiza aquí un ejercicio similar, pero aplicado a la comedia de burgueses adúlteros.
Una propuesta que muchos identificarán con el cine de Woody Allen, al partir de un guión que toma conscientemente todas las decisiones opuestas a lo previsible. Los conflictos se presentan sin llegar nunca a detonar, transmitiéndose así al relato las frustraciones y angustia vital de una generación a la que parece estar vetada la madurez emocional. Lástima que para ello su apuesta se base en la exposición de los sentimientos de los personajes a través del diálogo, con poco espacio para la imagen como medio comunicativo más allá de la representación.