The Stripper Experience
Hay ocasiones (menos de las que nos gustaría) en las que celebramos la existencia de raros cineastas con el don de desconcertar, de sorprender, incapaces de poder ser etiquetados, cuya probabilidad de encontrarlos todavía disminuye más al situarnos en los pantanosos territorios del cine comercial americano. Uno de esos directores capaces de sobrevivir a Hollywood o de rendirse a su engranaje sin perder su hiperactiva personalidad (sea cual fuera) es Steven Soderbergh. Pocos pueden presumir de una Palma de Oro y un Oscar a mejor director, al que fue nominado el mismo año por dos películas tan dispares como Erin Brokovich (2000) y Traffic (2000), ganándolo con esta última. Esta indefinición entre el cine de autor y el mainstream se constata a lo largo de su habitualmente poco apreciada filmografía, pues ha sido tan ecléctico para atreverse, entre otras piruetas tan repentinamente actuales como El buen alemán (2006), a hacer un remake del Solaris de Andréi Tarkovski o explotar la franquicia Ocean’s, para a continuación de la segunda parte filmar una película mínima y completamente fuera del circuito como Bubble (2005), a la que seguiría un enorme proyecto personal en dos películas sobre la vida del Ché.
Podríamos prolongarnos más repasando sus inicios o nuevos proyectos, pero la conclusión a la que llegaríamos sobre su aparente incongruencia artística sería la misma: seguimos sin saber quién es Steven Soderbergh. Aunque la pregunta que nos asalta no sea esa, sino otra bien distinta, ¿qué quiere que sepamos? Para ello tan solo nos queda rastrear las pistas que va dejando durante el camino. A la conocida, y cada vez más evidente, descreencia en el sistema que nos rodea (controla, ahoga y tiran ellos porque les toca), se ha unido en sus últimos films la afianza en el perfeccionamiento de un estilo visual que alcanzó su mayor expresión en la meticulosidad de la hipocondríaca Contagio (2011). Haciendo uso de ambos conceptos nos vuelve a descolocar al trasladarlos de manera excepcional a un territorio y público de multisalas.
Es por ello que puede prestarse a equívoco la llamativa presencia de Channing Tatum y el resto del reparto en las imágenes y videos promocionales de su último estreno. Magic Mike (2012) da lo que promete y está repleta en su mayoría de actuaciones de strippers masculinos, pero lo que en cualquier otras manos podría haber sido perfectamente un producto para adolescentes sin más interés que el de aprovechar el atractivo de su protagonista (con experiencia previa en el puesto, se nota), al pasar por la fría y analítica mirada de Soderbergh se convierte en un retrato sobre la oscuridades del capitalismo y su falsa moral. Como ya lograra en The Girlfriend Experience (2009), nos atrae con la polémica y expectación que pueden causar tanto la actriz porno Sasha Grey como los pectorales de Tatum, pero no lo hace siendo presa del morbo, al contrario, la presa que cae en sus redes somos nosotros, Soderbergh cree en el espectáculo como entrada hacia otro cine bien distinto, dejando su impronta en la parte de verdad que hay detrás y que no nos cuentan de las historias de siempre.
Ambas reflejan una supuesta América de éxito, poder y exceso que está podrida por dentro. Si en aquella la narración era fragmentada y rupturista, ahora el relato se presta más convencional, con la capacidad de explotar los talentos de su reparto, del que destaca la comicidad de Matthew Mcconaughey, al tiempo que nos sumerge junto a sus protagonistas en los bajos fondos de ese mundo nocturno que bien podría asemejarse en sus tinieblas al de las grandes corporaciones y bancos.
Magic Mike se enmarca dentro de las películas que narran la búsqueda del sueño americano, aunque esta se haya convertido en desnudarte -o hacer lo que haga falta- para conseguir el dinero con el que cumplirlos. El stripper como metáfora de un capitalismo salvaje que parece no tener fin, salvo el que le ponga de cada uno. Y el que se pone (y quita) el traje cada noche por dinero no olvida que en el fondo también es una persona a la que han convertido en un objeto con el que traficar. Cuestiones que Soderbergh ya ha reflejado anteriormente de una manera u otra en su obra, por ello incide en la humanización de su protagonista, que pretende cambiar su vida al mismo tiempo que exhibe su cuerpo con el que negocia, una decisión que a simple vista puede parecer contradictoria -y que lo es, de hecho en torno a esa contradicción se mueve el film-, pero que define tanto las intenciones de su cine como a su personaje, atrapados en un mundo del que dependen para salir dé él. Tampoco se busca una moraleja fácil en la redención, la contraposición de ideas acaba por ejecutar de manera natural una decisión final que solo es el principio de una nueva oportunidad. La que podemos dar a uno de los cineastas americanos más lúcidos de nuestros tiempos, sobre todo ahora que estos no lo son tanto.