“Mientras haya injusticias, seguiré siendo de izquierdas”. De esta forma tan lacónica se expresaba el cineasta italiano Bernardo Bertolucci (Parma, 16 de marzo de 1941) al ser entrevistado por Juan Sardá en El Cultural con motivo del estreno de Tú y yo (Io e te, 2012), que pese a su apariencia de obra menor se antoja un relevante tratado sobre la adolescencia. Una película en la que encontramos temas, personajes, gestos y un posicionamiento que nos brinda la oportunidad de recorrer una selección de su filmografía desde su debut tras las cámaras. Con la inestimable participación de firmas invitadas y colaboradores, tratamos de rastrear las huellas que ha dejado en sus películas uno de los más celebrados maestros del cine de autor europeo, capaz de aportar su mirada soñadora e íntima a grandes proyectos, como de contar historias mínimas sin renunciar a un erotismo catalizador de su visión política y social de la realidad.
La Italia seca
Escrito por Guillem Sánchez
En cierta manera, el neorrealismo italiano, corriente estética e ideológica por excelencia en el país de la bota, había captado todo el panorama cinematográfico italiano desde su nacimiento a principios de los años cuarenta hasta bien entrado los años cincuenta. Pero precisamente en los sesenta, una serie de jóvenes directores como Leone, Argento o el propio Bertolucci, empiezan a asomar la cabeza, demostrando que las nuevas generaciones italianas estaban dispuestas a romper con lo que ellos consideraban como caduco. Negar la influencia del neorrealismo en La cosecha estéril (La commare seca, 1962) a sería un error, comparada con las obras de los directores jóvenes antes citados aún bebe del estilo neorrealista, precisamente por el tratamiento temático de la urbe y sus miserias. Pero hay un distanciamiento formal bastante claro, que seguiría con posterioridad en las películas de Bertolucci, iniciando su respectiva independencia respecto al neorrealismo.
Cuando en 1962 realizó su primera película, Bernardo Bertolucci tenía solamente 22 años. Había trabajado con Pier Paolo Pasolini como asistente de dirección en la película Accattone (1961), que un año más tarde le concede el guión de La cosecha estéril. Aún así, la personalidad del director parmesano era tan grande que lo modificó en diversas ocasiones. Cualquiera habría realizado un simple thriller policíaco, y más con el guión que Pasolini brinda al joven director, pero Bertolucci no era uno cualquiera. Al igual que Caravaggio cuando pintó a María, tomando como modelo una prostituta (menudo carácter), en el famoso óleo de la Muerte de la virgen, rehúye de los grandes temas para centrarse en el drama íntimo de personajes del aquí y el ahora, presentándonos una galería de pintorescos seres que se mueven en un ambiente degradante. No es casual que oigamos al policía en diversos momentos de la película, pero nunca veamos su rostro. A Bertolucci no le servía hacer un noir más.
Con una interesante narrativa, en la que se sirve de flashbacks para reconstruir la acción, de manera parecida a Kurosawa en Rashomon, donde también un crimen era visto desde diversos puntos de vista, el director nos introduce en una ciudad italiana (la acción se ubica en Roma, pero universaliza la acción) en la que la violencia tanto física como verbal, son el pan cotidiano de cada día. Los diferentes flashbacks son introducidos por los protagonistas que estuvieron en el momento del crimen, y son los que utiliza Bertolucci para construir su propio puzzle que es la película. Aún así, los utiliza exclusivamente porque le sirven para definir el ambiente social tan degradante en que se mueve cada testimonio, no teniendo reparos en mostrar contradicciones entre los diversos testimonios. Típico de un primerizo Bertolucci, que antepone cuestiones ideológicas ante las formales, de hecho el director no tiene miedo a moldear los propios flashbacks siempre que ayuden a expresar el mensaje que pretende para la película.
Bertolucci también utiliza primerísimos primeros planos que distorsionan el gesto y la mirada, introduciéndonos en un mundo cercano al terror. Porque La cosecha estéril se sufre y se disfruta a partes iguales. Es una película de juventud, donde más que la belleza esteticista que desarrollaría el italiano posteriormente en Belleza Robada (1996) o Soñadores (2003), se imponen las ganas, el conflicto social y el ímpetu. No es una película perfecta porque las ambiciones le pueden, pero aquí ya rastreamos ciertos trazos y patrones que seguiría en películas siguientes, como Antes de la revolución (1964) y especialmente Novecento (1976). Seguramente, el joven impertinente Bertolucci lo que pretende es demostrar la situación crítica que vivía su país y por eso la película refleja toda la rabia interior, que es resultado del estado de agitación en la que el director de Parma rodó la película. No nos muestra precisamente una Italia digna, sino más bien lo contrario.
Todo en una noche en la que nadie hizo nada, nadie vio nada o directamente no lo quisieron ver. Pero así es el mundo de Bertolucci, tan poético como la vida misma. El efecto Kitty Genovese a la italiana. La cosecha estéril es una película idea para una noche calurosa, una de esas que tanto nos acompañan últimamente. Y si aún así no están convencidos de verla, límpiense los oídos y disfruten de las maravillosas partituras con las que el director acompaña las imágenes. Que la canción ganará Eurovisión ese año es una simple coincidencia de mal gusto.
Construyendo la Revolución
Escrito por Aguamarina Llamas
Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, 1964) no es de las películas más conocidas de Bernardo Bertolucci, que comenzó a cobrar verdadera fama y a trabajar en producciones más importantes a partir de El conformista (1970), nominada a un Óscar, y del revuelo que produjo El último tango en París (1972). Se trata, no obstante, de uno de sus trabajos más personales y sinceros. La commare secca (1962) es su primer largometraje y está basado en un guión de Pier Paolo Pasolini pero Antes de la revolución, realizada dos años después, es su primera película de autor.
El joven director de 23 años de edad demuestra una sorprendente madurez tanto en recursos y en poética cinematográfica como en la crudeza del discurso político, moral y filosófico. Bertolucci se llena la boca con referencias continuas a aquellos que admira (Pasolini, Stendhal, Wilde, Proust, Rossellini, Renoir, Hawks, Antonioni, entre otros) aunque lo hace con cuidado, cariño y con gran carga emotiva. La música cobra importancia convirtiéndose en un elemento dramático fundamental; con el trabajo de Ennio Morricone y Gino Paoli. La fuerza que desprende el Macbeth de Verdi denota todo el dramatismo que implica el conflicto interno que padece el protagonista. Aquellos elementos que, sin duda, nos reenvían al coetáneo cine de Godard, totalmente asimilados y reformulados de manera personal, convierten esta obra en un trabajo que incluso hoy en día resulta moderno.
Las obsesiones freudianas de Bertolucci (incesto, suicidio, pasión erótica, homosexualidad) que tendrán un desarrollo más amplio en películas posteriores como El conformista (1970) o El último tango en París (1972), se hacen patentes ya en esta primera obra y nos lo presenta como algo turbio pero morboso, incomodándonos, haciéndonos partícipes de ello. Concretamente la interpretación de Adriana Asti en el papel de Gina, tía de Fabrizio y con la que tendrá una aventura incestuosa, es de las cosas más valiosas que posee el filme.
La película se articula en torno a Fabrizio (Francesco Barilli), joven de “buena familia” adherido al Partito, que presenta una reflexión existencialista que puede considerarse común esa juventud burguesa y comunista en la Italia de Gramsci durante los años 60. El intento de ser coherente con sus principios es lo que lleva a Fabrizio a intentar abandonar algo que, finalmente, acaba resultando ser intrínseco a él. Es interesante que hoy extrapolemos la fuerza del discurso que plantea esta obra a nuestra misma actualidad. Al atender este trabajo con la óptica de los tiempos que corren en el siglo XXI, podemos constatar que los dilemas que plantea Fabrizio, que es, por cierto, un autorretrato del mismo director, se plantean hoy mismo, y se plantearon mucho antes.
“No me bastan las revoluciones de un día. […] ¿Pero quién está dispuesto hoy a ponerse en huelga por la libertad de Angola? Dime de uno que haya ido a luchar a Argelia. ¿Quién baja ya a la plaza si matan a un negro en Alabama?” Fabrizio.
En esta bellísima obra Bertolucci por un lado nos tira la toalla a la cara, nos muestra nuestras propias incoherencias sin darnos ninguna solución. Por otro lado se trata de un grito de levantamiento ante la parsimonia del espectador que, tal y como hace Fabrizio, se resigna. Llama a la Revolución, conformando una suerte de presagio de lo que poco tiempo después serían las protestas del mayo francés.
“Et tu, Brute?”
Escrito por Gato Ortega
El Conformista (Il Conformista, 1970) es la primera película de Bertolucci posterior al Mayo del 68, al inicio de los años de plomo italianos y la primera realizada desde la industria cinematográfica (Paramount). Supone también la emancipación de Godard, su padre fílmico, al que da muerte metafórica en la película con el asesinato de Quadri, profesor antifascista, a manos de Marcello, antiguo alumno. Es tal la identificación de Quadri con Godard, que la dirección de París que se da en la película (17 Rue de Saint-Jacques) al ordenar a Marcello el ‘parricidio’, coincide con la verdadera de Godard en aquel momento.
Basada en la novela de Alberto Moravia, que homenajeaba en cierto modo a ‘À la recherche du temps perdu’, la película recoge la influencia de Proust, que traspasa la novela de Moravia. Ya que, si bien la novela sigue una línea cronológica, la obra de Bertolucci reconstruye los hechos pasados de Marcello aproximándose cinematográficamente al concepto de memoria involuntaria en el que la sensación de lejanía supera el tiempo, por un instante, uniéndose al presente. En colaboración con el montador Franco Arcalli, que ya se había hecho notar con Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni, 1968), estructuran una narración a base de flashbacks, a veces dentro de otros flashbacks, algunos hacia un pasado reciente y otros lejano. Presentando un relato proustiano.
Igualmente destacable es el trabajo de fotografía, en el que junto a Vittorio Storaro se establece una dicotomía visual. La primera parte de la película, dominada por colores fríos y con sombras muy definidas, la convierten casi una cinta en blanco y negro. Bertolucci estudió las técnicas cinematográficas de la propaganda nazi de los años 30 para acentuar la sensación de claustrofobia. Por contra, en la segunda parte se cambia completamente el estilo de la luz. En París, símbolo de libertad, aparecen unos colores que no se habían visto antes y la luz llega a las sombras. En una de las escenas finales, aquella donde el profesor Quadri y su mujer son asesinados, los planos ya no son férreas composiciones simétricas sino que están rodados cámara en mano. Se ha ido violentando paulatinamente la imagen.
El pasado que Marcello confiaba haber soterrado bajo el refugio paterno que le ofrecía la doctrina del régimen resurge con la presencia de Lino, el chófer que creyó haber asesinado de niño en un intento de violación. Así concluye el viaje de este particular Edipo, en la noche de la caída del fascismo y del correcto y ordenado mundo que ofrecía la vida normal que tanto se había esforzado en alcanzar.1
Bertolucci sueña pero el patrón sigue vivo
Escrito por Juan Avilés
Novecento (Novecento, 1976) creó controversia desde su estreno, que generó desilusión entre gran parte de la crítica, ya que era la primera película que rodaba el considerado como nuevo maestro italiano desde El último tango en París (1972). Su llegada a los cines fue compleja, incluyendo una edición del productor, Alberto Grimaldi, que preparó una versión más corta para el visionado en EEUU, la última reedición que recupera el metraje de más de cinco horas, y alguna versión aún más recortada que estaba destinada a ser la exhibida en cines y que el propio Bertolucci habría vetado.
Repasando su filmografía, Bertolucci es un director bastante más acertado retratando en profundidad a personajes, penetrando en sus respectivas psiques, que expandiéndose a través de una vasta red ideológica, al igual que sucede a lo largo de Novecento. La película nos esboza de manera maravillosa a cada uno de los personajes, ya sea Olmo, Alfredo, Attila, Regina o cualquier otro de los que aparece, pero se pierde en la inmensidad del panorama ideológico del siglo XX.
El primer capítulo comienza con la muerte de Verdi, símbolo del principio de la desaparición de una Italia más rica culturalmente, contrapuesto al nacimiento y consiguiente crecimiento de los personajes de Olmo Dalco, Gerard Depardieu, y Alfredo Berlinghieri, Robert De Niro, dentro de los núcleos familiares separados y a la misma vez unidos por la misma tierra. A destacar en esta primera parte la labor de Vittorio Storaro, maravillosa en todo momento, pero especialmente destacada en su retrato del Valle del Po, que va más allá de la visión cinematográfica y parece llevarnos al interior de la mente de Bertolucci, más a través de la sugestión emocional que del diálogo. El director evoca con añoranza la vida rural, que va desapareciendo al mismo tiempo que el legado cultural aportado por esa forma de subsistencia.
Al hilo del retrato rural, podemos hablar de la constante dualidad a través de la que avanza la película. El patrón frente al campesino, Olmo y Alfredo, ciudad y campo, imperialismo y libertarismo, capitalismo y comunismo… Bertolucci parece intentar construir un puente de unión entre la gran potencia capitalista y el gigante soviético, pero curiosamente la cinta fracasó tanto en EEUU como en la URSS, y se ha ido convirtiendo en película de culto en Europa.
La parte final del segundo capítulo muestra la resistencia partisana, en su lucha contra el regimen fascista, brecha en la población italiana que creará una separación entre los dos protagonistas, a pesar de las vivencias conjuntas hasta ese momento. Incluso con una última hora que puede parecer panfletaria y enarboladora de banderas rojas, los momentos finales hacen compensar el aparente bajón de calidad. La escena del juicio, seguida por la retirada del poder al pueblo, y la sentencia que pronuncia el personaje de Robert De Niro, son un golpe tan duro, que a muchos espectadores no les resulta fácil de encajar, y prefieren acomodarse con la lectura maniquea o ingenua del director italiano.
No debemos olvidar mencionar la excepcional interpretación como secundario de Donald Sutherland, en el papel de Attila Melanchini un fascista sanguinario, empleado de los Berlinghieri. Otro nombre de obligada mención es el de Ennio Morricone, el maestro romano nos deleita con otra pieza más a sumar en su larga colección. El mismo Bertolucci reconoce que por una parte la película puede parecer inacabada, puesto que termina en la primera mitad del siglo XX, contraviniendo incluso el significado del propio título que señala el centenario completo en una de sus acepciones. Como contraposición a esa posible falta, argumenta que los cambios sufridos en su ideología personal le llevaron a no cerrar ese ciclo más adelante. Quizás en la actualidad la solución a parte de los problemas de la historia habría pasado por el formato de serie, mucho más asentado que en la época del rodaje.
El último aliento
Escrito por Alejandro Arroyo (Ecos del Balón)
Marlon Brando venía de ser… Marlon Brando, pues él es su propio estado de forma; Bertolucci, inconformista, de hacer El Inconformista; el cine de París de algo nuevo y la propia París de cambios recientes. El primer fotograma de El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972) es el de un tipo invadido por una resaca, seguramente crónica (y una resaca no figurada casi también). Resaca de muerte, la de su esposa, y resaca vital de unos tiempos descoloridos, el suyo y el de los demás. En una de las historias más controvertidas del cine europeo, Bertolucci rueda palo en mano y zanahoria en la boca en busca de una paz que se lleva todo lo que encuentra a su paso.
En una de sus obras menos reconocidas, ‘París en el Siglo XX’, Julio Verne imaginó un futuro mecanizado, gobernado por el consumo, los números y el papeleo, en la París de 1960, donde las palabras no tienen sitio y el Estado controla el acceso a los libros. En un piso vacío de la calle Jules Verne, Paul comienza su particular expiación a través de una joven que busca su primer piso de estudiante. Sin nombres, sin historias, sin realidades, Bertolucci deja en manos del infinito Brando todo su ideario político y social para que sepamos que el ideal de la juventud, expresado por el rodaje de una película paralela y accesoria, siendo su director un Jeanne Pierre Leaud dibujado como una caricatura ridiculizada en todo momento, queda cegado por las ilusiones que quizás llevaron a Paul a vivir entre números, papeleo y estructuras sociales.
A través del sexo (famosa escena de sexo anal que transgrede hasta hacer arder todas las frivolidades que quedan fuera del apartamento), de primeros planos, de colores crepusculares, el último tango en París quiere quedarse sólo. Y ya no es el título de la película, pues éste cobra vida y Paul y Jeanne saltan a la pista para hacer figurar los estertores de Paul. Por el camino, Bertolucci mata a Dios, a la familia, echa mano del Brando más teatral para que enloquezca a los pies del lecho de su esposa muerta. El italiano rompe con todo en un intento irregular de reflejar un todo y su parte, de hacer metáfora a Verne y su profunda lucidez sobre los tiempos y el futuro. Cuestionar la existencia bajo según qué circunstancias. En cierto modo, creer en la muerte como el futuro más halagüeño.
El hombre más solo del mundo
Escrito por Sofía Pérez Delgado (La película del día)
Cuando uno se dispone a revisionar una película tan descomunal como El último emperador (The Last Emperor, 1987), el primer temor que puede surgir es si el tiempo habrá hecho mella y le pesarán sus 26 años. Pero en una época en la que ya estamos de sobra acostumbrados a que las superproducciones estén realizadas en gran medida por ordenador, complace decir que la película basada en el libro autobiográfico sobre la vida del emperador chino Puyi, da la impresión de no haber envejecido. Es más, sigue formando parte de la actualidad cinematográfica, no hay más que ver su proyección restaurada y en 3D en la última edición del Festival de Cannes el pasado mes de mayo. Nos encontramos ante una de las películas más premiadas y reconocidas de la historia, y que además, supondría la versión del Bertolucci más grandilocuente de Novecento (1976), pero lejos de parecer un mero producto espectacular de encargo, el director sabe darle personalidad al proyecto, introduciendo incluso momentos íntimos propios del cine del autor.
El último emperador formaría parte de la trilogía de Bertolucci en la que -entre 1987 y 1993- el entorno es un protagonista más en el desarrollo de las historias, situadas en lugares exóticos, como son Asia en este caso y en el de Pequeño Buda (1993), y África en el de El cielo protector (1990). Rodada desde el realismo y la objetividad, desde el estudio minucioso de todos los detalles, El último emperador es una película que fascina y emociona más en su apartado técnico, que por la empatía que puedan transmitirnos los personajes, que es más bien escasa. Y tampoco era necesario: Bertolucci está contando una historia intentando ser lo más fiel posible a la realidad, y en ese camino no puede introducirse un sentimentalismo forzado. Pero además, El último emperador va más allá de los límites de una película histórica, y trata cuestiones humanas universales, como la soledad, o la búsqueda de la identidad y de la felicidad. Acostumbrado a hacer su voluntad, Puyi se convierte en un niño (y posteriormente en un hombre) malcriado y egoísta, pero sobre él pesará una losa durante toda la vida: la pérdida de todo aquel al que realmente quiere, sólo rodeado de personas que le sirven, le temen y fingen aprecio por deber o por interés.
Como es sobradamente conocido, la película es la primera que obtuvo permiso de las autoridades para rodarse en la Ciudad Prohibida, el enorme complejo palacial situado en Pekín, donde se desarrolla toda la primera parte. En la película, la Ciudad Prohibida e es presentada como un espacio que se queda suspendido en el tiempo, aislado de todo lo que ocurre fuera, y en ella, la figura de Puyi funciona como un mero elemento decorativo. Casi todas las escenas tienen una distribución del espacio muy teatral, siempre queda una sensación de artificialidad, que al mismo tiempo sería un reflejo de la falsedad y el vacío que supone el mandato de Puyi a lo largo de toda su vida. Es cierto que cuando la película traspasa las fronteras de la Ciudad Prohibida al tiempo que lo hace el emperador (que no es más que una salida simbólica, ya que luego se dará cuenta de que en Tianjin y Manchuria es igual de prisionero de lo que era allí), comienza a dispersarse en la marea de acontecimientos históricos que tiene que contar. Pero si la segunda parte es menos concreta, entra aquí un elemento que la hace tanto o más interesante que toda la anterior: Bertolucci decide centrarse en los tormentos y los conflictos internos de los personajes, especialmente de las figuras femeninas del film, la amante, la esposa y la prima del emperador. Bertolucci no pierde la oportunidad de analizar las relaciones humanas, introduciendo ya aquí un romance a tres bandas, algo que terminaría de desarrollar y explotaría al máximo en 2003 con Soñadores.
El último emperador es una película poética que apela a los sentidos. No hay más que ver esa escena del emperador con sus mujeres debajo de las sábanas, una de las escenas eróticas más sutiles jamás rodadas, con un protagonismo fundamental de las texturas, o el momento en el que la emperatriz, ente lágrimas, se come las flores en un acto de frustración y desesperación, tan triste como hermoso. Por supuesto se podría aludir también a la fotografía de Vittorio Storaro, a la ya mítica escena del pequeño emperador corriendo hacia la cortina amarilla, a la inolvidable banda sonora de David Byrne, Ryuichi Sakamoto y Cong Su, al cuidado de todos los detalles de la impecable ambientación… Pero todo se resume en que El último emperador es dos horas y media de disfrute sensorial constante. Bertolucci adapta su estilo propio al tipo de cine más academicista, para así crear este clásico imprescindible.
Bertolucci y el desierto rojo
Escrito por Jonay Armas (La Butaca Azul)
Todo el cine de Bernardo Bertolucci podría verse como un sueño que se experimenta con los ojos abiertos. Puede que reflexionando sobre El cielo protector (The Sheltering Sky, 1989) desde la distancia encontremos, en realidad, la forma más cercana de enfrentarnos a un filme que ha sido filmado como si se tratara de un recuerdo lejano. Si sus materiales literarios se entendieran como un simple punto de partida, lo que quedaría tras ellos no sería otra cosa que el puro lenguaje de la sensualidad, el auténtico idioma del realizador italiano.
El universo de sonidos de Ryuichi Sakamoto, los colores extraordinarios de Vittorio Storaro, o la danza visual con la que el propio Bertolucci construye su particular visión de la travesía épica, todo aparece en comunión para que sea la relación con los sentidos la que construya un verdadero discurso y, a través de ese sobrecogedor mundo sensitivo, trazar las coordenadas de un relato mucho más cercano y doloroso que subyace bajo las palabras de la novela de Paul Bowles.
El viaje que emprende la pareja protagonista va a transformarles, devolverles la identidad que creen que han perdido con los años y recuperar el amor que mantenía vivo su matrimonio. Pero, ¿cómo amar al otro si aún no sabes quién eres? La partida de El cielo protector no es tanto una travesía turística como un viaje hacia el interior. Se trata de la expresión monumental de las intenciones de Bertolucci: el encuentro con la cultura extranjera que interroga continuamente las costumbres del hombre occidental y pone en cuestión sus convicciones. El desierto se convierte en metáfora tanto de la libertad como del vacío, al tiempo que en lugar para el cambio, en escenario que albergue el enfrentamiento con uno mismo.
Vittorio Storaro pinta incluso las sombras de un intenso color rojo. Convierte la travesía en un viaje al infierno. Rojo en el marco del conflicto, amarillo para el desierto, azul cuando la soledad se adueña del relato. La batalla interior nace como crisis conyugal y termina convertida en una permanente huida de sí mismos. Port (John Malkovich) extiende los brazos y trata de abarcar el paisaje con su cuerpo. Los personajes sienten que pueden atrapar aquel lugar con sus manos. La relación de pareja se ha convertido en un espacio que no pueden controlar, que les resulta inmenso e inabarcable. La aventura en el desierto se ha transformado en un auténtico camino de redención personal.
En la filmografía de Bertolucci los personajes sienten siempre una poderosa angustia imposible de verbalizar, como si hubiesen nacido presos de un destino que aún no conocen y cuya urgencia palpita en su interior. La angustia no proviene exactamente de no haber realizado aún el viaje definitivo, esa travesía hacia el infinito que haga entender al hombre su auténtica condición, sino que deriva de algo mucho más profundo: que esa necesidad de realizar el viaje iniciático está ya presente en la naturaleza del ser.
El realizador entiende ese sentimiento y se apiada de sus personajes, le basta con observar en sus ojos ese deseo irreprimible de desafiar al mundo. Cuando Port entiende que tal vez ya no puedan regresar jamás, el director se reencuentra por fin con ese brillo cegador en los ojos de sus personajes, el que siempre ha perseguido a lo largo de su cine, aquel que le hace sentir vivo. Es entonces cuando les concede un hermoso adiós. El personaje toma a su esposa entre sus brazos, se acerca a ella y le susurra: “He vivido por ti, y no lo sabía”.
Cine a flor de piel
Escrito por Alejandro González (Nuevos Vagos)
“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos” le decía Ilsa a Rick justo antes de que las tropas alemanas invadieran París durante la 2ª Guerra Mundial. Esa cita extraída de Casablanca describe perfectamente la esencia de Soñadores (The Dreamers, 2003). En ella, Bernardo Bertolucci enclava a sus personajes en otro tumultuoso acontecimiento como fue el mayo del 68, donde estudiantes y obreros desafiaron al gobierno con enfrentamientos en las calles y una huelga multitudinaria motivada por las deficientes condiciones laborales que aquejaban al país. La película comienza con la llegada del joven norteamericano Matthew (Michel Pitt) a la capital francesa, allí conocerá a Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel), dos hermanos con los que compartirá su profundo amor al cine y juntos iniciarán una relación a tres bandas donde poco a poco irán aflorando las verdaderas identidades de cada uno de ellos.
Mucho se ha comparado esta película con Les amants réguliers (2005) de Philippe Garrel, realizada dos años más tarde y con la que comparte, aparte de actor (Louis Garrel), la época en la que se desarrollan los acontecimientos. A Bertolucci se le ha acusado de mostrar la superficie de aquella altercada primavera, pero tal y como el propio director declararía su intención solo era retratar el sentimiento de la época a través de la mirada de unos jóvenes cinéfilos. “Hablo de la utopía, del entusiasmo de esos meses, de esa edad. No me interesa la Historia con mayúscula”, afirmaba en una de las entrevistas que le hicieron con motivo de su estreno. Algo que está patente durante todo el metraje, con una primera parte donde se ofrece un exquisito homenaje al séptimo arte, perfectamente integrado en la historia en forma de juego adivinatorio entre sus protagonistas en el cual se intercalan secuencias de reconocidos filmes como La parada de los monstruos (1932), La reina Cristina de Suecia (1933) o Al final de la escapada (1960).
Sin duda se trata de un periodo donde el cine se encuentra en su apogeo social, las cinematecas están a rebosar y es un acto que mueve a la masas y repercute en la política (la destitución del director de la Cinémathèque français Henri Langlois fue uno de los desencadenantes de la revuelta entre los estudiantes). Pero el director de El conformista quiere mostrarse más íntimo, centrarse en unos jóvenes que ven en las películas una forma de regocijarse en el placer de las imágenes sobre la pantalla, alejadas de aquellas otras que enfrentan a los manifestantes contra la policía y transcurren tras las paredes de su confortable piso de clase burguesa.
Son soñadores al aislarse en un mundo en el que dan rienda suelta a su amada afición, pero ese estado es un espejismo, una ilusión con fecha de caducidad. Mathew hará que el nido donde yacen los dos hermanos siameses (un detalle más para potenciar la dependencia y la negación a romper con el seno familiar) se desestabilice. El despertar sexual será el motor de cambio –con una Eva Green que derrocha sensualidad en cada uno de sus planos- pero también provocador de inseguridades que pervertirán ese lugar idílico, perfectamente retratado en la habitación de Isabelle configurada a modo de santuario infantil ajeno al paso del tiempo. Será el momento en el cual no hay marcha atrás, tienen que asumir esa transformación en sus vidas, y si no ahí está la realidad para recordárselo en la secuencia del ladrillo que irrumpe en la habitación.
Acompañando a las explícitas y polémicas secuencias de cama (algunas llegaron a ser censuradas en EE.UU), Bertolucci se valdrá de una selección musical donde suenan grandes nombres como Janis Joplin o Jimi Hendrix, que le permite establecer una paralelismo con la revolución sexual que estaba viviendo occidente durante esos momentos. Y es que Soñadores habla de la revolución en todas sus acepciones, la patente revolución social y esa otra interna que transcurre por cada uno de estos jóvenes que, después del agitado mayo, deberán decidir qué rumbo tomar. La penúltima película de director italiano es un canto de amor al cine, al espíritu de una época, un conmovedor alegato en favor de las utopías como germen necesario para originar el cambio.
Ragazzo Solo, Ragazza Sola
Escrito por Antonio M. Arenas
Ziggy Stardust fue probablemente la primera estrella de rock de ciencia ficción. Que la última película de Bertolucci esté producida por la compañia de Berlusconi, Medusa, provocando algún que otro despiste en twitter, en cierto modo también lo parece. La relación fraternal y adolescente que se establece en Tú y yo (Io e te, 2012) nos aturde con el sonido de una canción de fondo. Ragazzo Solo, Ragazza Sola, la emocionante versión en italiano de Space Oddity por la que parece cobrar sentido el film, recupera la sensibilidad cómplice hacia la juventud del cineasta italiano, apartado de las cámaras debido a su enfermedad. Pero lejos de tratarse de una película de despedida, nos encontramos ante una de iniciación, de eterno crecimiento.
La letra cambia, no estamos en el espacio y Lorenzo (Jacopo Olmo) tampoco es Major Tom, pero le gustaría serlo. El sótano de su edificio es su propia nave especial, el refugio de una realidad que no le gusta, de la que se esconde escuchando The Cure o Arcade Fire en sus auriculares. Canciones que oímos al unísono con él, enérgicas y abruptas. Como cuando subimos los altavoces y nos encerramos en nuestro cuarto, huyendo del mundo para crear los nuestros propios. Los adolescentes de Tú y yo, tan jóvenes y desorientados como lúcido pese a estar anclado a la silla de ruedas se encuentra el director de Soñadores (2004), dejan de lado una realidad que (no) es la suya a sabiendas de que (no) pueden escapar de ella.
Y de repente, una extraña. Tan extraña como su propia hermana. Por si el título del filme no era ya suficiente indicativo, el encuentro con Olivia (Tea Falco) nos recuerda que uno sólo no puede hacer la revolución. Él, con el rostro repleto de acné y el pelo hecho un guiñapo; Ella, con tanta vida a sus espaldas que su piel ha mudado a porcelana. Hermanos separados porque la vida les ha obligado, forzados durante una semana a estar juntos, a ayudarse, a prometer que todo irá bien aúnque esté lejos de ser cierto. Ragazzo solo, Ragazza sola. Bailando, cantando, susurrando su soledad y miedo frente a una cámara que, en lugar de ejercer y forzar un travelling circular, deja que la música hable, que sean ellos los que dancen, abrazados, fuertes. Solos, sí, pero con la certeza por un segundo de no volver a estarlo.
Con el zoom congelado del plano final resulta inevitable recordar la conclusión de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), pero Lorenzo no es Antoine Doniel. Ahora sí, suena Space Oddity y mira a cámara (que es lo más parecido a mirar a la vida) con una sonrisa, quizás pueda ser él mismo. Bertolucci demuestra creer en la generación que viene detrás suya, transmite ese vitalismo a contracorriente dando voz a quien más lo necesita, casi a escondidas. Frente a la opinión de los médicos que le advirtieron nunca volvería rodar una película, con más de setenta años demuestra su maestría creando un humilde e íntimo fresco sobre lo que conlleva ser adolescente. Por ello, al igual que aquel abrazo sincero en la calle de dos compañeros de travesuras que acabaron siendo más que hermanos, lo menos importante es pensar si esto será un adiós o un hasta luego.
1 Bibliografía consultada:
“Bernardo Bertolucci : El cine como razón de vivir” edición, Carlos F. Heredero
“Maestros de la luz” ed Plot
“The Radical faces of Godard and Bertolucci” de Yosefa Loshitzky