El cineasta tras el personaje
Con motivo de la elección de Fernando Fernán Gómez como académico de la RAE, en el año 2000, el poeta y novelista gallego Xosé Luís Méndez Ferrín publicó un artículo en el diario Faro de Vigo en el que ironizaba sobre los elementos carpetovetónicos y casposos que subyacían detrás de esta incorporación, haciendo hincapié en su participación como actor en películas como Un adulterio decente (1969) o en series como Los ladrones van a la oficina (1993-1996). Y durante muchos años, la visión de Méndez Ferrín fue la más extendida: Fernán Gómez era poco más que un actor excéntrico al servicio de productos de pobre valía y de una españolidad rancia, y sus intentos como cineasta y escritor una simple anécdota.
Sin embargo, la carrera como actor del cómico nacido en Lima en 1921 dista mucho de ser solamente alimenticia, aunque él mismo confesaba que siempre intentó no rechazar ningún papel. Desde sus comienzos fue marcando las coordenadas de su posterior y personalísima trayectoria como cineasta, una de las más destacadas de la historia del cine español y a la vez una de las más ensombrecidas, por la que no obtuvo el menor reconocimiento hasta sus postrimerías, con el triunfo en 1986 de El viaje a ninguna parte en los Premios Goya. Hijo de cómica, nacido en medio de una gira teatral que le llevó a ver la luz en Perú y a ser inscrito en Buenos Aires, se crió en el conocimiento más profundo de los géneros populares del teatro español, otro de los elementos imprescindibles para analizar su filmografía.
Son algunos de los títulos de sus primeros años como actor los que llaman poderosamente la atención, habida cuenta que las obras más arriesgadas parece que necesiten de la presencia de Fernán Gómez, la más recurrente al repasar los títulos clave de las dos primeras décadas de las posguerra española. Sus cualidades como actor están fuera de toda duda, y su singular físico para la España de la época (en particular su estatura, su pelo rojo y su personal rostro, coronados por una voz contundente) le fue abriendo puertas, a la vez que iba relegando a otros actores característicos de la primera posguerra, como Antonio Casal, representativos de la inseguridad y la falta de carácter.
Conviene empezar por emblemática con Domingo de carnaval (Edgar Neville, 1945), en la que ya aparece el aroma de las clases populares, el alejamiento de toda grandilocuencia y un cierto descuido estético que entronca con una característica que señala José Luis Castro de Paz en su libro sobre el autor de El tiempo amarillo: “una composición interna del plano más descuidada que la de las comedias hollywoodienses, pero más auténtica y que se corresponde más con lo que es España”. Con el mismo director y cinco años después, Fernán Gómez será también el protagonista de El último caballo (1950), en la que ya entrevemos la dialéctica campo-ciudad como reflejo de la evolución de la sociedad española y síntoma del futuro desarrollismo. Cuestión que en un tono mucho más crudo marcará un año después Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), en la que no interviene el futuro director de El mundo sigue, aunque sí lo haría en otros dos destacados largometrajes del cineasta segoviano, Balarrasa (1951) y El inquilino (1957).
También veremos al futuro académico como coprotagonista de Esa pareja feliz (1951), ópera prima de Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem y obra clave en su tratamiento de los problemas de subsistencia de una joven pareja en la España de los 50. Y como parte de la relación personal de Fernán Gómez con el círculo de cineastas nucleados por la revista Cine Experimental, editada entre 1944 y 1946, resultado obligado destacar Vida en sombras (Lorenzo Llobet-Gràcia, 1948), en la que de nuevo encontramos al todavía actor pelirrojo como principal figura de una película de cuyo vanguardismo y singularidad formal seguiremos encontrando rastros en sus posteriores largometrajes como realizador.
Una vez asimilada la triple influencia de sus mejores intervenciones como actor (el registro popular, la capacidad para desnudar las claves de la sociedad española del momento y cierta experimentación formal), el despegue de su filmografía como realizador, a pesar del escaso éxito cosechado y la accidentada distribución que tienen que soportar sus obras, consigue alcanzar una cierta repercusión con el díptico conformado por La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959). En ambas, además de maximizarse la influencia de Enrique Jardiel Poncela, se evidencia, aprovechando su popularidad en comedias de tinte mucho más ligero y dirigiéndose directamente al público, su doble estatus como protagonista y narrador.
Además, en las dos películas estaban presentes, teñidas de un cierto humorismo que no anulaba sus profundas dosis críticas, realidades muy poco mostradas hasta entonces en las salas de cine españolas como la inutilidad de los estudios universitarios a la hora de construir una carrera laboral, el problema de la vivienda, el enchufismo, la alienación y el absurdo de los trabajos de oficina. Estos últimos aspectos también serían muy relevantes, en mayor medida, en El malvado Carabel (1956) y Sólo para hombres (1960), sendas adaptaciones de otros dos autores muy influyentes en su estilo: Wenceslao Fernández Flórez y Miguel Mihura.
Cualquier tentación populista o amable que pudiera verse en estas primeras obras quedará rebasada por la sordidez ambiental de la ahora reestrenada El mundo sigue (1963), seguramente su mayor logro como cineasta y en las que levanta acta de la desagradable y tortuosa realidad que esconde la cara B del desarrollismo, entonces principal configurador de la realidad española, y del ingrato arribismo que impregna el espíritu de unos personajes tan faltos de raíces como de equilibrio y cordura, solo pendientes de medrar a cualquier precio.
La cualidad de Fernán Gómez es que, lejos de las coordenadas falangistas de Nieves Conde y su idealización de los valores tradicionales del mundo rural, levanta acta de la misma degeneración y sordidez en el campo que en la ciudad, y no de otra forma se pueden considerar las andanzas de los alucinados personajes de El extraño viaje (1964), símbolos monstruosos de la misma sociedad y tan sólidamente enraizados en el costero pueblo murciano de Mazarrón como sus anteriores realizaciones en la ciudad de Madrid.
A pesar de la innegable importancia de ambas películas, problemas de censura y de distribución impidieron que ninguna de las dos pudiera tener un estreno comercial digno y su repercusión fuese muy escasa, y al mismo tiempo la carrera de Fernán Gómez como cineasta entrara en un impasse (al igual que, por los mismos años, las de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga) en la que, a pesar de títulos tan válidos como la mejor adaptación cinematográfica de Ninette y un señor de Murcia (1965) o el más que interesante mediometraje televisivo Juan Soldado (1973), sus apariciones pasarán a centrarse en la interpretación.
Conviene citar su presencia en otra obra clave y singular en la historia del cine español, El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1978), que ayudó a que su nombre nunca saliese totalmente de la escena. En este sentido, y salvando las distancias, su trayectoria tendría ciertos paralelismos con la de otros directores malditos que sobrevivieron como actores (los nombres más conocidos son los de Orson Welles y Erich von Stroheim), aunque en el caso de Fernán-Gómez su reconocimiento final pudo hacer cierta justicia a lo que hasta entonces había sido una generalizada indiferencia ante su notable y poco convencional filmografía.
Es a mediados de los ochenta cuando el cineasta inicia una suerte de tríptico en el que, a contracorriente de lo que eran las tendencias dominantes del cine surgido durante los primeros gobiernos de Felipe González, incidía temáticamente en los olvidos de la Transición, en las insuficiencias del régimen salido de la Constitución de 1978 y en los traumas no resueltos a raíz de la emigración tras la Guerra Civil. En el primero de esos largometrajes, Fernán Gómez recuperó un viejo guión de Pedro Beltrán para dirigir Mambrú se fue a la guerra (1986), inequívoca reivindicación del legado republicano mediante la figura de un “topo”, un viejo combatiente de la Guerra Civil que había pasado los cuarenta años de dictadura escondido y que al regreso se encontraba con la ingratitud y el olvido de sus viejos amigos y la hostilidad de su familia, convertida a la causa del dinero fácil y corrompida por el rampante franquismo ambiental.
Para el segundo de ellos, El viaje a ninguna parte (1986), adaptación de una novela suya surgida a su vez de un serial radiofónico, la falseada memoria del protagonista y narrador (encarnado por José Sacristán) venía a ser una metáfora del corpus literario y cinematográfico a que se estaba dando lugar en esos años, más partidario de edulcorar heridas y elogiar el presente que de ajustar cuentas con un oscuro pasado del que el mismo Fernán Gómez había intentado levantar acta; y, del mismo modo y a través de un grupo teatral tan modesto y anacrónico como el que conforman sus personajes, cómicos de la legua en tiempos del auge del cine, muestran de nuevo la cara B de los difíciles años 50 y 60.
Y en tercer lugar, tres años después, El mar y el tiempo (1989) se trasladaba al año 1968 para mostrar el regreso a España de un viejo anarquista exiliado en Argentina y que a su vuelta se encuentra con un lugar extraño, inhóspito y en el que sus recuerdos se han diluido y sus familiares y amigos, aun compartiendo sus antiguos ideales, han sido irreversiblemente seducidos, de nuevo, por la causa del enriquecimiento inmoral.
Estas tres obras tuvieron la virtud de situar a Fernán Gómez en el mapa de los cineastas españoles, proporcionándole un reconocimiento hasta entonces vedado (El viaje a ninguna parte fue la gran triunfadora en la edición de los Goya de 1986) y recuperando algunas de sus viejas constantes: el registro popular, el envilecimiento de los ideales por la corrupción ambiental, la picaresca como principal motor que impulsa a salir adelante a sus personajes y un cierto realismo costumbrista, añadiéndole a su vez una pesadumbre y cierto hastío vital que nace de la madurez (en paralelo al propio envejecimiento del actor y director) y abandonando el afán de experimentación formal, aunque mantiene el descuido estético que sigue siendo marca de fábrica de sus películas.
El reconocimiento, en esos mismos años, a su obra como novelista y dramaturgo (la citada El viaje a ninguna parte y Las bicicletas son para el verano cosecharon una gran acogida crítica) le granjearon además a Fernán Gómez un cierto prestigio como intelectual, columnista de El País en su etapa de máxima influencia, premio Príncipe de Asturias y, finalmente, académico. Su postrero éxito también como memorialista (El tiempo amarillo fue elogiada por Francisco Rico como uno de los libros de memorias más relevantes de la historia de la literatura española) coadyuvó a una revisión de su trayectoria como cineasta a través de diversos ciclos, estudios, tesis doctorales o reposiciones televisivas.
En este contexto, la restauración y reestreno, aunque simbólico, de una pieza clave en el cine español de los 60 como El mundo sigue es un jalón más que, esperemos, siembre la oportuna cosecha en un presente que necesita de la reivindicación de nombres tan imprescindibles en el mundo del cine español como el de este personal autor, tantas veces opacado en el siempre incompleto canon de una cinematografía tan accidentada como escondida, tan guadianesca como trascedente, tan estimulante como mal entendida.
Muy bueno el artículo sobre Fernando Fernán Gómez, enorme actor. Anoche vi “El Capitán Veneno”(1950) con Sara Montiel, basado en el libro de Alarcón, un folletín simpático para mi, que soy bastante hispanófilo aunque soy argentino. Me impresionó la apostura de FFG, a quien en general he visto en papeles de cómico o característico, podría haber fungido cómo galán, pero sospecho que él mismo no debía querer ubicarse en ese rol. Veo mucho cine español en un canal acá, en Buenos Aires, muchas películas antiguas que disfruto enormemente. Saludos !!!