Se apellidan Coen y dirigen westerns
Cuando has nacido en la década de los 80, siguiendo de manera apasionada los westerns de la filmoteca de tu abuelo, probablemente el primer gran acontecimiento de tu vida en relación al séptimo arte que se rueda en tu época, debiera ser el estreno de Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), dirigida e interpretada por el protagonista de la conocida como Trilogía del dólar de Sergio Leone. Pero ése era el único oasis en la travesía del desierto, en busca de nuevos proyectos que recobraran un género tan glorioso en su momento y casi extinto durante la época.
En 1996 se estrena Fargo, y ese inmenso desierto nevado que aparece en pantalla hace relucir una sonrisa en la cara de aquel niño en contínua búsqueda del nuevo western por estrenar. No es sólo la fotografía, el tono que subyace a lo largo de la película, el ritmo, incluso el personaje protagonista, evocan el aroma de los grandes westerns. Los hermanos Coen eran más conocidos hasta entonces por su alocada comedia Arizona Baby (Raising Arizona, 1987) que por cualquiera de sus otras obras. Sin embargo, si repasamos su carrera, Sangre fácil (Blood simple, 1984) se encuadra como película de cine negro, a pesar de lo cual, es innegable la mezcla con elementos del western a lo largo del film. Podíamos definirla como una historia de cine negro, pero enmarcada dentro de un escenario muy evocador del western. Las referencias a elementos característicos del western se pueden observar en muchos de los títulos de los hermanos de Minneapolis, desde el cowboy que narra El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), el paisaje y ambiente de O brother! (O Brother, Where Art Thou, 2000), entre otros muchos detalles de la querencia hacia el western por parte de los Coen.
En Fargo la influencia del western es tal que incluso el título nos recuerda a la famosa compañía Wells Fargo, con protagonismo en múltiples títulos clásicos. Los Coen hacen que el espectador se asome al territorio salvaje y por conquistar, la frontera, el horizonte, sólo que aquí tenemos la gélida estampa blanca, en lugar de la abrasadora imagen rojiza desértica. Los personajes se comportan como si realmente existiera esa frontera, y estuvieran en el límite entre la civilización y el páramo salvaje, dónde no hay leyes que seguir. Los dos forajidos, Steve Buscemi y Peter Stormare, se enfrentan a un rígido oponente, Harve Presnell, que insiste en hacer las cosas a su manera, saltándose toda figura de autoridad, e intentando imponer su ley. La solución que ofrecen ambas partes es la pura y simple violencia, exponiendo su fragilidad y falta de audacia para problemas complejos. La figura antitética ante estos patrones de fuerza bruta, se presenta en la persona de Marge, la encargada policial del caso, encarnando de modo magistral los valores del héroe solitario, que resuelve los problemas de manera eficaz, sin alardear de ello. El papel del héroe, al convertirse en heroina, da un giro, como sucede con el nativo americano, también presente en la figura de Shep, que actúa como nexo entre el marido y los secuestradores, mostrando un aire silencioso y reservado, casi encarnando el espíritu de ese páramo blanco y salvaje que se extiende más allá de la población.
En No es país para viejos (No country for old men, 2010) hay claras resonancias de Sam Peckinpah, más concretamente de Grupo Salvaje (1969) y La huída (1972). El carácter violento de Anton Chigurh rememora a los villanos de Grupo salvaje, mientras que el escape hacia adelante de Llewelyn Moss nos retrotrae a las míticas escenas de Steve McQueen y Ali McGraw. El escenario de No es país para viejos nos sitúa claramente en ambiente de western, aquí no hay paralelismos, sino inmersión directa en el espíritu fronterizo. Sin embargo, cuando la iconografía nos sitúa directamente en un western, existe un cierto halo que nos aleja del genero más clásico, y ahí entronca con la figura ya antes mencionada, la de Sam Peckinpah. No es país para viejos tiene un aire perverso, representado en la figura del estrambótico Anton Chigurh, y en el cine de Peckinpah queda clara la presencia de ese tono, que también muestran, aunque en dosis más pequeñas habitualmente, los hermanos Coen.
Después de rodar No es país para viejos, los Coen reconocían públicamente que les gustaría hacer un western, cuando en consecuencia surge el proyecto de Valor de ley (True grit, 2010). Es la primera vez que los Coen abordan este género sin ambages, aunque hemos visto que lo llevan frecuentando mucho tiempo, y conocen sus mejores claves. Valor de ley es capaz de canalizar un simbolismo deudor de John Ford, a quien al mismo tiempo homenajea a través de esos planos de paisajes inmensos, y de Anthony Mann, mostrando otro tipo de escenario, mucho más angosto, accidentado y escabroso. En este aspecto también es clave el nombre de Roger Deakins, director de fotografía tanto en Valor de ley como en Fargo y No es país para viejos. A pesar de que Valor de ley es un western de principio a fin, tiene un rasgo que lo aparta del camino clásico, y es el protagonismo que adquiere la niña que narra la historia. Vuelve a ocurrir como en Fargo, el protagonista masculino cede su papel central, en este caso a la pequeña Mattie Ross. Los géneros necesitan sus reglas para enmarcar a las obras, pero en ocasiones éstas también pueden ser subvertidas, lo que acabará enriqueciendo el marco original.
Las pinceladas sobre la querencia de los Coen por el western se podrían ampliar hacia otras de sus películas, pero realmente no es necesario para hilar con el tema central del análisis. El niño que veía westerns y quedaba fascinado por su belleza, su ritmo trepidante o lento por momentos, su manera de atrapar al espectador fue capaz de vislumbrar que el género no había muerto en ningún momento. El western no es más que el modo de narración americana de un momento puntual, tanto a nivel literario, como principalmente, a nivel visual.
Al igual que Mark Twain, William Faulkner, John Dos Passos, John Steinbeck, Alan Le May, Raymond Chandler o Cormac McCarthy han sido narradores americanos durante los dos últimos siglos, los hermanos Coen tienen la capacidad, con algunas de sus imágenes, de retratar la vida en América, en EEUU con más exactitud, el estilo de vida que a veces tanto nos cuesta entender en Europa. Comenzaron siendo los niños traviesos y experimentadores de la industria, pero su estilo narrativo, su retrato de personajes, situaciones y sentimientos está ya mucho más cerca del clasicismo que de la vanguardia. Son conocedores de ese medio oeste que retratan una y otra vez, han crecido en la zona con lo que conocen todos sus detalles, y al mismo tiempo son capaces de plasmarlo con la distancia necesaria para llegar al espectador que los observa al otro lado del mundo. Su retrato de los ciudadanos americanos como adultos y niños al mismo tiempo, superfluos y profundos simultáneamente, de naturaleza romántica y creyentes en las posibilidades del amor, la felicidad y la redención, lejos de resultar ingenuo o demasiado ideal, es tan polifacético que una vez más crea la distancia y al mismo tiempo acerca al público para acabar magnetizado por el conjunto.
El que fue niño y ahora llaman adulto ha comprendido con el tiempo que el western no ha muerto, nunca lo estuvo, sólo permaneció soterrado bajo capas estéticas de ciencia ficción en Almas de metal (Michael Crichton, 1973), Atmósfera cero (Peter Hyams, 1981) o en películas de Walter Hill como Los amos de la noche (The Warriors, 1979). En cualquier caso, siempre nos quedarán los relatos de Charles Portis y las películas de Ethan y Joel Coen, que nos harán recuperar el tiempo que se nos escapa, y nos devolvieron el gran género cuando ya parecía extinto.