Si en la jornada anterior reflexionábamos sobre la capacidad del cine para reflejar la historia de un país y los estigmas que esta puede significar en su sociedad, las películas presentadas el día de ayer en la sección oficial nos llevan a plantear las inquietudes de esa sociedad y cómo varían según el lugar geográfico donde se encuentren. Mientras en Argentina las tribulaciones de un grupo de jóvenes de familia pudiente están encabezadas por la incapacidad de decidir los estudios universitarios a cursar, en una población congoleña un accidente de tráfico y los gastos médicos que conllevan pueden ser una cuestión de vida o muerte. Es importante señalar la oportunidad que brinda el cine de hacer llegar historias tan diferentes a todas partes del mundo y dar visibilidad a conflictos tan opuestos, sin permitir eso sí, que la invocación del “cine necesario” nuble nuestra capacidad crítica a la hora de señalar los logros artísticos de cada trabajo.
En una región turística a la que acuden las familias argentinas de alto nivel adquisitivo los jóvenes pasan el verano entre trampolines, piscinas y tablas de surf. Los adultos no parecen estar presentes, aunque la comida siempre está lista al llegar a la mesa. Todo apunta hacia un escenario idílico, y sin embargo sus rostros no transmiten el entusiasmo que se esperaría. Este es el punto de partida de Kékszakállú (Gastón Solnicki) que toma el título original de la ópera de Bela Bartok (El castillo de Barbazul) en la que se inspira y utiliza como banda sonora. Se trata de un film sobre la búsqueda, ya sea de la felicidad, de un rumbo vital, o incluso de la propia película, que nació como un proyecto documental y se transforma en ficción durante el rodaje. Esta decisión no afecta a la unidad del conjunto, sostenido por una puesta en escena a base de planos fijos, diálogo incidental y un sentido de la composición envidiable.
El enfrentamiento a sus imágenes puede resultar amenazador, pues a pesar de estar rebosantes de ideas y soluciones formales, se despoja al espectador de un anclaje evidente, posicionándole en una situación similar a la de sus protagonistas, unos jóvenes en estado de crisis, a la búsqueda de un recorrido vital que les satisfaga pero cuyos mayores problemas son disponer de cambio cuando piden salmón a domicilio. La inclusión de las partituras de Bartok dota de sentido épico a sus imágenes, transmitiendo el alcance de su frustración a la vez que potencia una lectura del ridículo. Una muestra de ese cine inquieto, atento a la contemporaneidad que abraza el rupturismo como única vía para la construcción de nuevas vías expresivas.
Desde un entorno muy diferente proviene Félicité (Alain Gomis), en la que una mujer congoleña construye su vida de manera completamente independiente hasta que su hijo sufre un accidente de tráfico, empujándola a solicitar ayuda para conseguir los medios económicos para afrontar sus cuidados médicos. El fuerte carácter y aspecto robusto de la protagonista se transmiten a la película, con una apuesta estética entre lo tosco y lo urgente. Aunque se permite breves jugueteos formales, entre los que destacan una secuencia que utiliza la exposición múltiple para para transmitir la desconexión frente al entorno, el conjunto resulta bastante plano. La carga social de su planteamiento o el deseo de romper ciertos clichés mediante la configuración de un personaje femenino fuerte e independiente en el corazón de África no suponen virtudes suficientes para que la película sobresalga por encima de la media en esta sección oficial.