No fue a la tercera, no, sino en la quinta jornada cuando la sección oficial nos recuperó para la causa con dos películas que revitalizan nuestras expectativas tras varios días decepcionantes y devuelven la posibilidad de que el mejor cine centre toda la atención a la conclusión de esta semana. Hablamos de la co-producción hispano-uruguaya El apóstata y de la japonesa El niño y la bestia, primera película de animación a concurso de la historia de San Sebastián, lo que por supuesto habla poco y mal del festival. Además, en Perlas nos subimos al Taxi de Jafar Panahi, otra formidable no-película del director de Offside (2006) y El espejo (1996), inhabilitado por el gobierno de Irán y con la que ganó el Oso de Oro del pasado Festival de Berlín, por la que recorrer Teherán según los ojos del conductor-cineasta y de aquellos que se suben a la parte trasera del vehículo.
Entre lo espiritual y lo mundano, El apóstata termina siendo una propuesta de ambiciones profundamente humanistas, salpicada de deseos y placeres, de libertad y de libertinaje, pero ante todo de una concepción cinematográfica inquebrantable, a la altura de la decisión de su protagonista por apostatar. En todo caso, y en contra de lo que el título pueda indicar, el mayor acierto de su argumento es el de no caer en lo obvio, una denuncia crítica de la religión católica, satirizando su iconografía y burocracia pero respetando e incluso comprendiendo a fondo su idiosincrasia, aunque sea para hacerle un divertido corte de mangas.
Con un accidental naturalismo que a la vez expone sus resortes en cada movimiento de cámara y en el uso del montaje, la dirección del uruguayo Federico Veiroj encuentra siempre el lugar exacto desde el que observar a sus personajes, en la línea de un cine contemporáneo hispanoamericano como el de Javier Rebollo o Matías Piñéiro, que no puede negar su procedencia netamente cinéfila pero a la que intenta regresar por carreteras secundarias, caminando de espaldas: el plano detalle escribiendo la carta junto a otra mano en un viaje de autobús, el movimiento de cámara a través del tiempo y el espacio recorriendo un pantalón o la ruptura musical y onírica constante. No en vano, al igual que varias de las aventuras que interrumpen su relato, el plano final congelado remite con honestidad a Truffaut. Pero ya libre de toda cita y lejos de sentirse culpable por ningún pecado, sirve para recordarnos que apostatar, como hacer novillos, escapar de casa, desear a la vecina, enamorarte de tu prima o esta excepcional película, nunca fueron más que una formidable travesura.
Antonio M. Arenas
Probablemente gracias a su pasado como director de los populares animes Digimon y Samurai Champloo, Mamoru Hosoda sabe combinar a la perfección ingredientes dignos de un producto de consumo para adolescentes con una deslumbrante y personal construcción narrativa, lo que unido a su espectacular despliegue visual bastan para situarle entre los principales directores de animación de la actualidad. El niño y la bestia supone una notable catálogo de todo lo anterior, merced a la habilidad del cineasta al atravesar cada decisión técnica con sacudidas de emoción, alimentando dobles lecturas por las que su fuerte componente fantástico resuena en el interior de la historia de madurez y descubrimiento personal del niño protagonista, que entabla un vínculo capaz de traspasar la relación maestro-alumno con una bestia de un mundo paralelo al nuestro.
Pese a remarcar de forma insistente su mensaje, nos encontramos ante un guión desbordante de ideas y capas narrativas tan complejas como los conflictos de su ya adolescente protagonista, que se debate entre la la luz y la oscuridad tratando de encontrar el lugar correcto entre sus familias de ambos mundos. Por si había dudas, y creedme que las había en un entorno crítico donde la animación se sigue mirando por encima del hombro, el resultado demuestra que su presencia en la sección oficial está de sobra justificada, aunque nos lleva a preguntarnos si hubiera estado aquí de no tener ya distribución en España. En todo caso, no nos encontramos ante un trabajo remarcablemente extraordinario ni memorable como para que hablemos de la primera película de animación a concurso en toda la historia del Festival San Sebastián. Será a partir de ahora cuando descubramos si en el futuro se vuelven a acordar de la animación japonesa e internacional. O si Hosoda es capaz de despegarse de ese enfoque juvenil para llevar las posibilidades de sus historias a otra dimensión.
Antonio M. Arenas
Siguiendo a Ortega y Gasset, a cada persona la definen su ego y sus circunstancias, pero en el caso de Jafar Panahi su voluntad queda supeditada por aquello que le circunda. Desde que en 2010 le inhabilitaran veinte años para hacer cine, el iraní ha buscado el camino para desarrollar su profesión en esa particular cárcel que se llama Irán. Primero fue Esto no es una película (2010) rodada en su casa, después el cortometraje Closed curtain (2013) en el interior de otra de su residencias y ahora, en Taxi Teherán, se atreve a salir a rodar una película por las calles de la capital en un coche que él mismo conduce. Ganadora del Oso de Oro en la pasada edición de Berlín, seríamos injustos si encumbrásemos el filme sólo por el contexto que la rodea. El mérito y la valentía están ahí, por supuesto, pero por encima de todo Taxi Teherán es un gran ejercicio cinematográfico.
La propuesta es sencilla, Jafar Panahi -interpretándose a sí mismo- conduce un taxi y lleva a distintos viajeros: una maestra, un delincuente, dos ancianas, un vendedor de películas piratas o a su propia sobrina que recoge del colegio. Los medios técnicos son obviamente limitados, hay dos cámaras incrustadas en el salpicadero -una para cada asiento- que Panahi manipula cuando quiere mostrar el exterior, a lo que hay que sumar los insertos de un video que graba uno de los pasajeros con el móvil y algunas tomas que hace la sobrina del director con su cámara compacta. La economía de medios y la continuidad temporal de la trama visten la ficción de documental y esta circunstancia aumenta el impacto de las temáticas tratadas. La pena de muerte, las torturas, la cultura, la censura… no hay ninguno de los grandes temas que afectan a Irán que el director no aborde de manera directa o indirecta, de forma cruda o incluso irónica. Cuando la pequeña de la familia explica a su tío el corto que le han encargado en la escuela, no entiende que la realidad que le han mandado filmar tenga condiciones. “Si no quieren que grabemos la realidad tal y como es, ¿porque hacen lo que hacen?” se pregunta, la respuesta se esconde en la sonrisa cómplice de su tío. Y en la nuestra, claro.
Gonzalo Ballesteros
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