Woody Allen (III): Cine bajo la influencia

La primera -y también última- imagen de Celebrity (1998) es un grito de ayuda dibujado por un avión en el cielo de Nueva York. Con este gesto Woody Allen parece hablarnos directamente a nosotros, es él quien pide auxilio para escapar de ese frívolo y gris mundo de la fama que retrata. En realidad aquel Help formaba parte del rodaje de una película, pero no es la única que se rueda dentro de su filmografía, ni siquiera tampoco la única que cobra vida. Con la tercera entrega del estudio sobre su filmografía completa, tratamos de descifrar sus múltiples referencias cinematográficas, recoger su cinefília reconvertida en largometrajes indiscutiblemente personales y profundizar en su manera de representar el cine dentro de cine. De Bergman a Fellini, pasando por Orson Welles o Fritz Lang, con la valiosa ayuda de colaboradores y firmas invitadas, esta extensa selección crítica pretende conectar la obra del neoyorquino con la de los directores que admira y con el propio cine, siempre bajo la influencia.

sueños de un seductor

El nacimiento de un neurótico entrañable

Escrito por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)

Lo primero que llama la atención de Sueños de un seductor (Play it again, Sam, 1972) -aparte de empezar con una de las secuencias finales más recordadas de la historia del cine, antes incluso que los títulos de crédito iniciales- es que, aunque se trata de una adaptación de una obra teatral homónima escrita, dirigida y protagonizada por el propio Allen, éste se limita en el largometraje a las labores de guión e interpretación, dejando el peso de la dirección a Herbert Ross.

No obstante esta película supuso un importante punto de inflexión en su carrera como director, ya que fue en este filme en el que el menudo director judío terminó de perfilar al personaje tímido, perdedor y carismático que explotaría con elevadas dosis de ingenio en sus obras posteriores. En este caso concreto se trata de Allan, un crítico de cine que vive obsesionado con sus héroes del celuloide. Tanto que su pasión cinéfila hará que su mujer se separe de él por aburrimiento, acusándole de ser un mero “espectador de la vida”. A partir de aquí Allen dará rienda suelta a su lado más crítico, mostrando a un Allan inseguro, nervioso, acomplejado, tremendamente patoso con las mujeres, y con una elevada hipocondría, que necesitará de los consejos de un Bogart surgido de su imaginario (un dignísimo homenaje sin caer en la ridiculización y que complementa con precisión el personaje frágil del protagonista) para ganar confianza ante el género opuesto.

Aún así, Allan fracasa de relación en relación hasta que se enamora de su mejor amiga, Linda (Diane Keaton), a la que su ajetreado marido Dick (Tony Roberts), y también amigo de Allan, no le dedica el tiempo necesario (en una genial parodia del mundo empresarial emergente americano). Para conquistarla, Allan recurrirá a su consejero particular, el quimérico Bogey pero, y aquí es donde está la moralina de la película, no es hasta que se libra de él y actúa por sí mismo, cuando Allan consigue que caiga rendida a sus brazos. A partir de este momento el paralelismo con Casablanca (1942) se hace más presente (casualmente justo cuando Bogart desaparece de la imaginación de Allan) llegando incluso a repetir con ingenio alguna de las frases y escenas más míticas de la película de Curtiz.

Con numerosos gags visuales al estilo de las comedias mudas –de factoría similar a los que luego Allen incorporaría a sus películas inmediatamente posteriores como El dormilón (1973) o La última noche de Boris Grushenko (1975)- e ingeniosos diálogos, esta película podría formar parte perfectamente de la filmografía como director del genial cineasta de Brooklyn, ya que trata las obsesiones clásicas de sus obras: la infidelidad (principalmente con la mujer de su mejor amigo), la neurosis de la sociedad americana, la banalización de la cultura o los prejuicios inherentes a los convencionalismos sociales.

interiores

La muerte de una decorada de interiores

Escrito por Gato Ortega

Decía un reconocido director de cine francés: “Todos los caminos llevan a Roma, ciudad abierta”. Del mismo modo podría decirse de Woody Allen: “Todas sus películas llevan a Bergman”. Esta comparación, confieso, es algo gratuita; pero si Allen ya había apuntado en más de una ocasión su devoción por el cineasta sueco, fue con Interiores (Interiors, 1978) cuando se propuso un estudio sobre una familia (disfuncional) de la clase media-alta de Nueva York “a la Bergman2 en todos los sentidos. La idea surgió tras el encuentro con una familia judía de Nueva York y otra tradicional de California, ambas con tres hijas tremendamente competitivas.

Situada entre los dos mayores éxitos del cineasta, Annie Hall (1977) y Manhattan (1979), supuso un cambio de rumbo en la carrera de un hasta entonces director centrado en la comedia, no a pocos disgustó aquel giro. La intención de Allen por distanciarse de su obra es palpable desde su inicio. La película empieza con los tradicionales títulos en blanco y negro en la tipografía Windsor de siempre, pero esta vez no suena jazz, no suena música. Y no sonará en toda la pelicula. El silencio no solo domina la banda sonora sino los diálogos.

Pero por encima de todo Interiores es el retrato de cuatro mujeres. Renata, reflejo del miedo a la falta de posteridad a traves del arte, es autocrítica y su talento es envidiado por su marido Frederick que se ve incapaz de hacer frente a su último fracaso. Flynn, es una hollywoodiense y atractiva actriz secundaria de un cine de ‘discutible calidad’ que ironicamente goza de una tangencial presencia en el film. Joey es insegura, nunca ha destacado en nada y siempre ha vivido a la sombra de sus dos hermanas. Las tres son víctimas de Eve, su dominante matriarca, de profesión decoradora y con unas profundas convicciones estéticas. Esta peligrosa devoción de la madre, en perjuicio de una falta de atención a sus hijas, puede observarse como la comparación sostenida por Allen entre la religion para los creyentes y el arte para los intelectuales

En contraposición con Eve surge la figura de Pearl, la mujer por la que su marido, cansado de la rigidez emocional de aquella, la ha abandonado y que es todo lo opuesto a lo que Eve representa. La desesperanza de Eve, incapaz de hacer frente a la decisión de su marido, estalla finalmente haciéndola adentrarse en el mar embravecido, dispuesta a acabar con su vida definitivamente mientras Joey acude a su rescate. Sin embargo nada puede hacer ya y es Pearl la que acaba rescatando a Joey. Se produce un renacimiento. Pearl se convierte en la nueva madre, y tal como Allen cuenta: “El boca a boca de ésta a Joey se dibuja como una metáfora sobre la concesión de una nueva oportunidad y una nueva vida con una madre que le ofrezca el cariño suficiente y necesario para cambiar su vida. Sin embargo puede que para Renata y Flyn ya sea demasiado tarde”.

recuerdos

El director que nunca estuvo allí

Escrito por Gato Ortega

Un director de cine acude invitado a un hotel, el Stardust -un particular tributo al famoso tema musical mil veces versionado- para hacer una retrospectiva sobre sus películas, mientras topa con puñados de fans que le recuerdan lo mucho que disfrutaban de sus anteriores películas, las pertenecientes al género de la comedia que tanto les hacían reir. Todo parece transcurrir con normalidad, hasta que el cadáver de un conejo desdoble la realidad y le transporta a un mundo onírico, como ya hiciera Fellini en 8 1/2 (1963).

En claro homenaje a la cinta italiana y surgida como una inmediata reacción al rechazo inicial que supuso Interiores; Sandy Bates, el alter ego de Allen, topa con la certeza de la muerte al serle diagnosticado Ozymandias Melancholia, en referencia al famoso poema de Percy Byshhe Shelley sobre aquel faraón. Y es que, si bien en un primer momento Recuerdos (Stardust Memories, 1980) se consideró una mofa hacia los fans y su etérea y ambigua admiración, personificados en ese sosias de Mark David Chapman,  debe verse en realidad como la imposibilidad de hacer frente al mas irresoluble de los problemas una vez solucionados con éxito todos los anteriores.

Conforme Sandy Bates se sumerge más y más en los sueños,  tendrá tiempo para debatir sobre sus neuras habituales. Desde la indiferencia hacia las grandes preguntas, “Quienes somos? A donde vamos? o Existe Dios?”, que resulta patente cuando el extraterrestre Og pese a su superior intelecto es incapaz de contestarlas. Hasta esa eterna búsqueda de la mujer perfecta, aquella que le satisfaga “tanto sexual como intelectualmente”, que no puede terminar de otra forma que en la tragedia vital propia de Oscar Wilde.

Allen en un ocasión dijo irónicamente sobre Shakespeare: “Le hubiera ido mejor seguir vivo y que sus obras hubiesen caido en el olvido”. Es por ello que el poema de Ozymandias (alias de Ramses El Grande), que trata sobre lo perecedero de las obras, le asalte en forma de síndrome. Así, en plena consonancia con el final de 8 1/2, en el que el personaje de Guido y Fellini por extensión aceptaban y confesaban ante todos su incapacidad por seguir ocultando el discurso formal que dominaría su estilo en los próximos años, el personaje de Sandy y Allen por extensión aceptan la imposibilidad de búsqueda de la inmortalidad a través de sus películas.

LA COMEDIA SEXUAL

Anacronismos de una noche de verano

Escrito por Aarón Rodríguez (El séptimo sello)

Con frecuencia se tiende a comparar la obra de Bergman y de Allen como un ejercicio de reapropiación formal. Si bien el punto de partida puede resultar correcto, todavía estamos lejos de engarzar la problemática que se establece entre ambos creadores, una suerte de diálogo abierto en el que en realidad se distinguen dos capas de imágenes: de un lado, las tensiones que Font denominó “barrocas” que esgrime el sueco en su primera etapa y que siguen una precisa lógica de equilibrismos entre la obra de Carné y la intuición de una modernidad, y posteriormente, la apropiación que realiza el norteamericano en ese punto previo a la explosión de la postmodernidad. Tanto Bergman como Allen son en cierta medida precursores y disparadores de las dos grandes corrientes de la imagen del siglo XX, y sólo en su sentido de avistadores del fuego y pirómanos grandiosos se puede rastrear la potencia de sus dos escrituras fílmicas.

Hemos sido invitados a contemplar La Comedia sexual de una noche de verano (A midsummer night´s sex comedy, 1982) al trasluz de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955), un Allen menor que se arrodilla en el altar de una cierta imagen configuradora y clausuradora de un Bergman mayor. No hay que perder un detalle: con Sonrisas de una noche de verano, el sueco cerró un ciclo previo en el que había llevado los mecanismos de la comedia romántica a un estado difícilmente superable y cuya destrucción explícita supondrá una gran parte de su filmografía posterior. En las pocas ocasiones en las que Bergman retorne a la comedia más allá de 1955 se podrá hablar abiertamente de un fracaso narrativo y de puesta en escena, una inseguridad mayúscula ante lo que había constituido la angustia en sordina que impregnaba toda su primera etapa y que cristalizará con todo su poder en esa obra mayor que es El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957). Sin embargo, es necesario recordarlo: El séptimo sello sólo se pudo rodar gracias a un contrato firmado in extremis en el propio festival de Cannes gracias al éxito de Sonrisas…

En Allen, por el contrario, La comedia sexual supone el primer síntoma de agotamiento de su propio modo de representación, una suerte de paréntesis incómodo, un carraspeo que le obligará a encarar las hendiduras de su propia máscara después de varias obras maestras encadenadas. Si pudiéramos hablar de un cierto “manierismo” en el estilo de Allen, una colección de tics congelados, todos estarían recogidos en la cinta que nos ocupa. Por un lado, no hay más que observar cómo el uso de los planos vaciados de narración –planos de contexto, planos puramente espaciales- han evolucionado desde el portentoso arranque de Manhattan (1979) hasta una sonrisa benévola en La comedia sexual. Allí donde la cámara de Allen se hacía gigantesca en una exploración de la ciudad y de la sugerencia arquitectónica, aquí se ha concretado en un naufragio de postales naturales cuya supuesta intención irónica queda erosionada por el ritmo poco afortunado del montaje.

En cuanto a la construcción narrativa, creo que la base para entender la disonancia –armónica, casi musical- entre los guiones de Bergman y Allen reside precisamente en la imposibilidad del norteamericano para manejar con claridad la categoría del anacronismo. En cierto sentido, podríamos pensar que la influencia de Bergman sobre la Comedia Sexual es, de entrada, su peor lastre.

Y es que, por decirlo claramente, en Sonrisas de una noche de verano no hay una lectura anacrónica del tiempo reflejado. Antes bien, Bergman pone en marcha un dispositivo de tintes puramente nostálgicos y evocadores en los que puede calibrar con bastante precisión las dosis justas de melancolía, humor picaresco, erotismo en sordina y placer estético. Bergman cree en el tiempo que retrata porque lo inventa desde un conocimiento fantaseado sobre la alta burguesía sueca del XIX. El cariño con el que genera los equívocos y la planificación sólo puede entenderse desde una cierta humanidad europea, la creación de un paraíso imposible que alcanzaría dos cimas absolutas tanto en Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) como en Fanny y Alexander (Fanny öch Alexander, 1982).

Allen, por su parte, realiza una lectura inteligente de algunos operadores textuales bergmanianos –el pistoletazo en la cabeza, la tensión entre pasión y conocimiento, el espiritismo de salón-, pero no consigue hilarlas con precisión porque su interés no es tanto ese filo burgués del XIX como el planteamiento hablado de la sexualidad, una oralidad de la carne que Bergman sólo pudo atacar –desde la angustia- en momentos puntuales de su filmografía como el monólogo de la orgía de Alma (Bibi Andersson) en Persona (1966). Allen hace hablar a sus personajes de sexo, pero su trazo ya no es la ingenuidad sugerente del sueco, sino más bien el carnívoro cuchillo del primer tomo de la Historia de la sexualidad de Foucault.

El anacronismo queda así cortocicuitado por la vía de la imposibilidad: los personajes de Allen no son humanos, ni siquiera en sus pasiones, resultan impenetrables por la vía de lo bufonesco. Bergman, en contraposición, hacía de los defectos un sinónimo contundente de su humanidad y los arrastraba hacia el perdón incluso en sus momentos más bajos.

Sin embargo, no me gustaría concluir sin señalar antes una breve sugerencia. Pese al caso concreto de La comedia sexual, creo firmemente que ningún otro director norteamericano de la segunda mitad del XX entendió el manejo del anacronismo bergmaniano con la precisión de Woody Allen. Lo que Bergman aprendió de Strindberg –esa geometría escénica, como el propio dramaturgo la bautizó-, fue quizá el detonador de los mejores momentos de Annie Hall (1977) o incluso de Midnight in Paris (2011). Allen –al igual que Bergman-, es prisionero de una hermosísima telaraña en la que fantasía, delirio, nostalgia y carnalidad se anudan. Sólo desde esa perspectiva se puede leer la conexión entre ambas filmografías y, en el límite, apreciar la tremenda potencia –e inteligencia- de la lectura de Allen.

la rosa purpura

Realidad o sueño

Escrito por Sofia Pérez Delgado (La película del día)

Look at it this way. How many times is a man so taken with a woman that he walks off the screen to get her?

Hemos oído muchas veces aquello de que una interpretación en tan realista que “traspasa la pantalla”. Woody Allen se tomó esta frase de manera literal para realizar una de las rupturas más extremas de la cuarta pared que nunca se hayan visto en una película con La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985). Tom Baxter, el personaje de un filme de título homónimo, decide, para conmoción de los asistentes y los demás personajes que se quedan atrapados, del actor que le interpreta, de la industria del cine y de la sociedad en general, abandonar la pantalla tras quedarse prendado de Cecilia, una chica soñadora e ingenua, infelizmente casada, que ve cumplido su sueño, que es el mismo que el de cualquier amante del cine: poder estar dentro de una película, y vivir esas historias que conocemos de memoria como si fuesen nuestras. Cecilia tiene la oportunidad de vivir una arrebatadora historia de amor y pasión como sólo había visto en el cine… pero que, precisamente por eso, es también artificial. Disfrazada de cuento de hadas, en la que una encantadora Mia Farrow se convierte por unas horas en una peculiar Cenicienta, La rosa púrpura del Cairo es una delicada (aunque amarga) mezcla de ficción y realidad, entrelazadas la una en la otra, alimentándose y complementándose con toda naturalidad.

Puede que ninguna película haya reflejado tan bien la metáfora de la magia del cine como vía de escape de una vida insatisfactoria como ésta. Hubo una época en la que, cuando todo el mundo parecía perdido y triste, el cine, como medio de entretenimiento por excelencia, era el vehículo ideal para olvidar los problemas. De este modo, Woody Allen sitúa la acción en una de las épocas más sombrías acaecida por una crisis mundial, la Gran Depresión, frente a la que surgió, en contraste, uno de los géneros cinematográficos más populares precisamente por su finalidad de evasión: la screwball comedy. Allen rescata el espíritu del cine de los años 30 con la recreación de la propia película de La rosa púrpura del Cairo, introduciéndose un poco en la manera de trabajar del sistema de estudios de Hollywood, e impregnando el conjunto de esa añoranza por una época más clásica, a la que Allen mira con melancolía y cierta inocencia. El director se permite incluso introducir un pequeño número casi de musical con Mia Farrow y Jeff Daniels interpretando el ragtime I’m Alabama Bound, en la línea de toda la jazzística banda sonora de Dick Hyman, que en ocasiones se lleva todo el protagonismo de la película. El Cheek to Cheek de Sombrero de copa (Mark Sandrich, 1935) cuya letra parece haber servido de guía a Allen para configurar el guión, abre y cierra la película como paradigma de ese tipo de cine optimista y ameno.

Allen hace énfasis en el acto de acudir al cine no siempre como actitud social, sino a veces también solitaria e individual. Es muy significativo ese momento en el que todo el mundo acude de dos en dos a ver la película, mientras que la protagonista va sola, y por tanto, se siente arropada y acompañada por los personajes y sus historias. También se lanza una crítica al espectador como demandante exigente (e intransigente), el cual, si no se le ofrece lo esperado, se siente frustrado, tomándoselo como una afrenta personal, como bien queda reflejado en el comentario de uno de los personajes que sale del cine: “I want what happened in the movie last week to happen this week; otherwise, what’s life all about anyway?”.

Vivimos en la actualidad de nuevo una época de crisis como la que retrata Allen, aunque por desgracia, en este caso el ámbito cinematográfico, lejos de constituir una ayuda, ha resultado un afectado más, y de manera devastadora. Por eso, películas como La rosa púrpura del Cairo, que es, por momentos, la apoteosis del romanticismo, tanto sentimental como cinéfilo, resulta un bálsamo, ya que resucita las ganas de ver películas, y además, de verlas en una sala de cine. Desprende tanto amor por el medio, que incluso deja con la duda de si, antes de chocarse con la decepción de la dura realidad, no sería mejor escoger vivir una fantasía, aun siendo consciente de que se trata de algo solamente imaginario. Al fin y al cabo, no se puede tener todo.

septiembre

El verano del amor

Escrito por Pedro Villena (De la B a la Z)

El 5 de abril de 1958, el cadáver de Johnny Stompanato aparecía en el piso de la actriz Lana Turner con una chuchillada mortal en el estómago. La historia lo tenía todo: una estrella de Hollywood que ahogaba su brillo en alcohol, un gángster italoamericano muy violento y una hija adolescente que tenía casi tantos años como padrinos habían pasado por la cama de su madre. Hasta hoy no se sabe con exactitud qué pasó en aquella mansión de Beverly Hills, aunque bien (o mal) mirado esta truculenta historia parece que fue concebida para la gran pantalla, solo que en este caso el director imaginario contaba con una actriz experimentada y dos intérpretes aficionados.

Este no es el punto de partida de Septiembre (1987), pero Woody Allen vertebra las relaciones de todos sus personajes a través de un certero homenaje a la muerte de Stompanato. Los años y la distancia separan a aquella adolescente del hecho que inevitablemente ha marcado tanto su vida como una personalidad depresiva y enamoradiza a partes iguales. El propio Allen llegó a decir que los amores no correspondidos son los que duran para siempre, pero el personaje que interpreta Mia Farrow no solo tiene que enfrentarse a la eternidad del ansiado romance. Por si fuera poco, este naranja mes de septiembre en Vermont los fantasmas de su infancia traumática han vuelto a casa en forma de una especie de Norma Desmond que hace que su inseguridad se multiplique por diez: “Podrías dejar de vestirte como una refugiada polaca”.

Ese verano idílico, campo fértil para romances efímeros, casi siempre se confronta con la realidad del cruel mes de septiembre. No es una ocasional tormenta de verano la que deja sin luz a los inquilinos y vecinos de la casa junto al lago, aunque resulta paradójico que sus sentimientos queden al desnudo justamente cuando les inunda la penumbra.  La cuidada iluminación natural de las velas le da ese tono anaranjado a un desenlace que no será ni mucho menos verde esperanza.

Allen se puso en plan Kubrick para homenajear a su muy querido Bergman y volvió a rodar la película con algunos cambios en el reparto porque el resultado inicial no llegó a convencerle. El que obtuvo al final tampoco convenció a los más puristas, que le reprochaban no estar a la altura del director sueco. Además, sus seguidores más acérrimos le acusaban de haberse traicionado a sí mismo y a su cine. Pero septiembre acabó y la película pasó a formar parte de su filmografía; un ingrediente más, diferente, pero no por ello desdeñable.

otra mujer

Otra oportunidad

Escrito por Pedro Martínez (Sesión Doble)

Aprovechar las oportunidades para prosperar formativa e intelectualmente o dejarse llevar por los sentimientos y las emociones. Actuar conforme a las convenciones sociales o buscar la felicidad interior por encima de las opiniones ajenas. Echar la vista atrás y comprobar qué diferentes habrían sido nuestras decisiones con la experiencia adquirida, dejarse embriagar por la nostalgia del tiempo que ya no volverá y tener el consuelo de que se tuvo la oportunidad de haber sido el protagonista de una vida propia más feliz. Algo es algo.

Si James Stewart en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) cotilleaba a sus vecinos de una forma física y mediante su observación comprendía sus hábitos, Gena Rowlands encuentra una mirilla directa a los miedos y pensamientos de Mia Farrow. Con ella de catalizadora, empieza a cuestionar una por una las cosas que da por sentadas en su vida, y lo que parece un plácido tránsito por la madurez se convierte en una búsqueda de todo aquello que la pueda hacer sentirse viva. Seguro que yacer inerte junto a Ian Holm cada noche no puede ser un síntoma de plenitud emocional.

No parece casualidad que el director de fotografía de esta película sea Sven Nykvist, habitual de Ingmar Bergman. Estamos ante una de esas obras en las que Allen se pone trascendente aparcando la comedia, y de forma concisa y aparentemente sencilla, consigue que una serie de hechos que le ocurren a una mujer de clase alta y mediana edad en Nueva York nos haga reflexionar sobre lo vacío de nuestra existencia. Y es que el paso del tiempo es un tema universal, como la insatisfacción. El milimétrico guión es respaldado por un reparto impecable y muy adecuado, básico en el resultado final, que no es otro que un drama existencial maravilloso.

delitos y faltas

El ojo que todo lo ve

Escrito por Antonio M. Arenas

Aunque pueda no parecerlo, probablemente debido a que nuestra atención se centra en el dilema de su trama principal, Delitos y faltas (1986) es un ejercicio que reflexiona sobre la moralidad de sus actos utilizando el propio cine como léxico fundamental, no ya como trasfondo u homenaje, sino como herramienta con la que tratar de organizar su irremediable devenir de acontecimientos. El delito de Judah Rosenthal (Martin Landau), un venerable oftalmólogo que oculta una relación extra-matrimonial, se conecta con la falta de Cliff Stern (Woody Allen) a través de secuencias que el cineasta ve en pantalla grande, ya sea acompañado de su sobrina o de una compañera de trabajo (Mia Farrow) de la que cae perdidamente enamorado. Las imágenes y diálogos de las películas conversan con la escena previa de forma magistral, como la primera discusión de Dolores y Judah, que contrasta con una pelea de pareja puramente screwball, o el Murder, He Says de Betty Hutton, tras descubrir Judah que un detective ha llamado a su consulta.

Pero a diferencia de otros films del neoyorquino, lo importante no reside en la cita en sí -salvo Cantando bajo la lluvia no hace referencia explícita a grandes clásicos- sino en constatar la omnipresencia del cine. En sus dudas como creador Allen encuentra la sala de cine como posible respuesta, el cine como arte instigador que siempre está presente y rodea los acontecimientos de nuestra vida, dándoles algún tipo de sentido. Por ello su personaje es un cineasta frustrado que acepta el encargo de rodar un documental a gloria de su cuñado Lester (Alan Alda), un productor de comedias de éxito que detesta y del que se mofa al proyectar un montaje paródico dejándole en evidencia. Que con seguridad este sea su único momento de auténtica satisfacción durante toda la película, sostiene la capacidad catártica del cine por la que intentar cambiar, mientras la luz esté apagada, una realidad injusta e inamovible

El montaje de un documental inacabado, con hondas reflexiones de un desconocido pensador llamado Louis Levy, refleja con su trágico desenlace las contradicciones a las que se enfrenta toda creación. Y como tal, las hay previas. La influencia de Crimen y Castigo de Fiódor Dostoyevski, seminal en su obra, ya estaba presente en La última noche de Boris Grushenko (1975), la más seria y existencialista de sus comedias absurdas, estableciendo otro juego de palabras con el título de la presente película, que posteriormente originaria una muy interesante doble bifurcación. Match Point (2005) y El sueño de Casandra (Cassandra’s Dream, 2007) no dejan de ser reinterpretaciones sin humor de por medio, a escala clásica y de tragedia griega, del mismo tema. Por un lado, la ausencia de moralidad queda impune gracias a un golpe de suerte, por otro, los actos tienen consecuencias devastadoras. Malinterpretando la dispar recepción de ambas, y que como espectadores lleguemos a empatizar más con el ruin personaje de Jonathan Rhys Meyers que con la humana debilidad de aquellos dos hermanos, quizá defina a dónde ha ido parar nuestra sociedad. Y por qué se tambalea.

A su vez, Judah mantiene profundas y reveladoras conversaciones con uno de sus pacientes, un rabino (Sam Waterston) que progresivamente se va quedando ciego. La decadencia de la religión es otro de los temas latentes, y con este claro simbolismo, Allen sostiene la incapacidad de la fe para juzgar un mundo que niega toda posibilidad de culpa y supera el temor a sus creencias con una dosis de cinismo. Llegado un momento crucial del film, y ante la duda de si Dios verá sus actos criminales, Judah llega a decir que Dios es un lujo que no se puede permitir. Más adelante, en otra ensoñación presa del desasosiego y su educación judía, recuerda a su padre afirmando que Dios es el ojo que todo lo ve. Y lo hace, pero Dios ya no puede ser otro que el propio cine, el único ojo capaz de capturar los momentos esenciales, sin juzgar e incluso equivocándose, pero definiendo a sus personajes. Por ello Delitos y faltas se establece como una obra monumental, repleta de capas que desentrañar y subconscientes por revelar. Cada visionado nos permite la oportunidad de volver una y otra vez a revisar sus planteamientos, hacernos pequeños frente a ellos hasta desvelar las enseñanzas que esconde cada una de sus reflexiones. Y en lugar de aceptar la hipocresía reinante, golpea de humanidad con su frase final, logrando la sensación de estar ante una obra maestra, su película más cercana a la ansiada perfección. Y aún así, seguiría intentándolo.

A lo largo de nuestras vidas nos enfrentamos a decisiones terribles, elecciones morales, algunas a gran escala. La mayoría de estas decisiones son sobre cosas pequeñas, pero las decisiones que tomamos nos definen como personas, de hecho, somos la suma total de todas nuestras decisiones. Los hechos ocurren de forma impredecible, de forma injusta, la felicidad humana no parece haber sido incluida en el diseño de la creación, sólo nosotros con nuestra capacidad para amar podemos dar sentido a un universo indiferente. Y aún así, la mayor parte de los seres humanos parecen seguir intentándolo, e incluso encuentran la felicidad en las cosas sencillas, como la familia, su trabajo, y la esperanza de que las generaciones futuras lleguen a entenderlo mejor.

sombras y niebla

El gabinete de Allen

Escrito por Pablo Vigar

Aunque nunca haya optado por la vía de las segundas partes, existe un modelo de personaje con el que Woody Allen ha encabezado varias de sus cintas. Si Miles Monroe despertaba en El dormilón (1973) a un nuevo mundo feliz después de 200 años de hibernación, y si en La última noche de Boris Grushenko (1975) era el personaje del título el que se veía, a su pesar, convertido en adalid de Europa, en la cinta que nos ocupa reaparece de nuevo ese arquetipo de hombre pequeño e insignificante, enfrentado a circunstancias que escapan a su control, de nombre tan apropiado, en esta ocasión y una vez traducido del alemán, como Kleinman.

La cinta transcurre en una noche. Una noche en la que Kleinman es despertado de su sueño para unirse a la patrulla que pretende dar caza a un asesino. Sin saber muy bien cómo ni por qué, termina uniéndose a ellos, deambulando por una ciudad fotografiada en blanco y negro, un enorme decorado sumido en la niebla del título y sobre el que se proyectan las sombras del mismo. Es mediante esta articulación que la cinta, basada en una obra de teatro del director, de nombre tan apropiado como Muerte, se convierte en una evocación de todo el cine del expresionismo alemán, de nombres como Fritz Lang o F.W. Murnau.

Las sombras y niebla de Allen remiten conscientemente a títulos como M, el vampiro de Düsseldorf (1931), la iniciadora El gabinete del doctor Caligari (1920) o la libre adaptación del mito de Drácula en Nosferatu (1922). Incluso la localización de la trama cambia de la supuesta Norteamérica de la obra de teatro original a una región indeterminada de Centro Europa. La fotografía de Carlo Di Palma, colaborador habitual del neoyorquino, termina por conferir a la película, a través del cuidado aspecto visual, la categoría de imprescindible en la filmografía del director.

misterioso asesinato

El colmo de un neurótico

Escrito por Juan Avilés

Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993) es un constante ejercicio de equilibrio entre dos mundos, a priori no conectados, el cine negro y la comedia de Woody Allen, con Manhattan como escenario. El ejemplo de ello son las numerosas referencias y homenajes a filmes de culto del género. Los personajes de Woody Allen y Diane Keaton asisten acompañados de otra pareja a una sesión de cine en la que se proyecta Perdición (Billy Wilder, 1944). Homenajea a La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947) compartiendo la famosa escena de los espejos, esta vez representada en el cine, mientras se proyecta la película original.

Si alguna figura sobresale entre las referencias, tanto directas como indirectas, es la de Alfred Hitchcock por las conexiones con dos de sus películas, compartiendo trama con La ventana indiscreta (1954), en cuanto a la obsesión por el asesinato de la mujer del vecino, y con una escena de homenaje a Vértigo (1958), ya que al mismo tiempo que se produce la reaparición de un personaje femenino desaparecido anteriormente a bordo de un autobús, se muestra impreso en el lateral del mismo transporte el título de la película del genial director británico.

En un primer nivel Misterioso asesinato en Manhattan comparte estructura e incluso parte de las tramas con cualquier película de crímenes no resueltos al uso, pero por supuesto Woody Allen imprime su particular visión sobre el género, digamos que recicla la fórmula del vecino que comete un crimen. Las pistas casi parecen forzarse a si mismas para revelarse ante estos detectives aficionados, oponiéndose a la intención de Larry Lipton, siempre tendente a buscar explicaciones racionales a los extraños eventos que suceden. Se observa otra clara referencia al género negro, por el paralelismo entre los Lipton de Misterioso asesinato en Manhattan y los Charles, protagonistas primero de la novela de Dashiell Hammett El hombre delgado, llevada en el mismo año al cine, y extendida como saga en la pantalla grande, para acabar como serie televisiva en la década de los cincuenta.

El guión fue escrito años antes de ser plasmado como película por Woody Allen y Marshall Brickman, colaborador también en Annie Hall y Manhattan. De ahí la vuelta a los argumentos de la época y su mayor cercanía a esos trabajos más antiguos que a los inmediatamente anteriores. De hecho, la pareja protagonista podría ser exactamente la misma que aparece en Annie Hall con el paso del tiempo. Atrapados en esa eterna paradoja de la energía aportada por ella y la neurótica timidez característica del personaje masculino, exhibida en su máxima expresión durante la escena del ascensor.

De Woody Allen se ha dicho que utiliza Manhattan como tema principal de sus películas y el mundo como telón de fondo, Misterioso asesinato en Manhattan es un perfecto ejemplo de ello. El segundo nivel de la película vuelve a un tema central en la filmografía de Allen, la vida en la gran ciudad, en particular Nueva York. El conjunto se convierte en una genialidad más del director, como muestra una de las expresiones más impactantes del neoyorquino, pronunciada en la escena a la salida del Metropolitan Opera House, con El holandés errante aún de fondo: “No puedo escuchar tanto Wagner. Me entran ganas de invadir Polonia”.

celebritie

Frivolity

Escrito por Alejandro Arroyo (Ecos del Balón)

En una reciente entrevista concedida al diario El Mundo, Woody Allen dice no comprender porqué a la gente le gusta ¿Qué tal, Pussycat? (1965; guionista, no director) y sin embargo no Un final made in Hollywood (Hollywood Ending, 2002) una de las grandes cintas de cabecera de la crítica generalizada o el público mayoritario. Supongo que dentro de una carrera tan brillante, numerosa y prolongada en el tiempo, cada espectador tendrá su pequeña lista predilecta; esa zona de seguridad a la que se acude para pontificar sobre el universo del maestro. “Yo me quedo con (…) para mí esta es de las mejores…”. A mí me pasa con Granujas de medio pelo (2000) o Celebrity (1998). Las encuentro rapídisimas, divertidísimas y reivindicables.

Es cierto que Woody Allen nunca ha sido muy delicado –no confundir con inteligente- en sus escrituras a la hora de criticar estereotipos, estratos sociales, idearios políticos y morales o cuestiones raciales. Siempre ha ido a la yugular; a las bravas. Lo que aquí deberíamos decir “mordaz”. Celebrity es, seguramente, una de sus películas más ansiosas por abarcarlo todo. De algún modo, Allen siempre quiere hablar de lo mismo pero buscando excusas y callejones narrativos para resultar natural y vigente. En Celebrity vuelve a fundirse la idea de que todo nos parece tan exagerado y forzado como probablemente la vida, en sus diversas situaciones, termina por ser (atentos a la escena donde en un plató se juntan un rabino, Skinheads y miembros del Ku Klux Klan).

Lee Simon, un nuevo alter ego del director, esta vez tras la cámara únicamente, interpretado por Kenneth Branagh –interesante también la versión doblada, con Jordi Grau adaptando su doblaje al de Joan Pera-, es un escritor frustrado (¡sorpresa!) que tras una ruptura matrimonial (¡!) se adentra en el día a día de las estrellas del entretenimiento, la moda, el cine… . En un intrépido ejercicio por captar el absurdo y la frivolidad (véase la utilización del cameo como concepto en sí mismo), Allen recorre los platós de televisión, los backstage, las limusinas o las suits de lujo para hacer de nuevo un teatro de situaciones tremendistas, repletas de gags impresionantes. Todo tiene el sentido crítico que el autor quiere radiografiar: el montaje, el ritmo, la producción. Todo son guiños a la frivolidad estilística. Incluso el blanco y negro. Producida, entre otras, por Magnolia Productions.

– Dime si acierto o no. Eres hija de padres ricos, vas al psiquiatra y eres disléxica

– Casi aciertas. Soy hija de padres ricos, voy al psiquiatra y soy sonámbula.

Inconfundible. Marca registrada. Y es sólo el principio de Celebrity.

un final made in hollywood

Gracias a Dios que existen los franceses

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Siguiendo cronológicamente la filmografía de Woody Allen -tarea ardua dada su bendita cualidad de autor prolífico- no hay película más necesaria y simbólica que la que hizo en 2002: Un final made in Hollywood (Hollywood ending). Esta comedia, en la que el alter ego de Woody Allen interpreta a un director de cine, es una sátira de la industria del cine, pero también claro ejemplo de cine dentro del cine y una film influenciado por varios clásicos que mira dentro de su filmografía hacia atrás y hacia adelante.

El punto de partida es el siguiente: Val Waxman (Woody Allen) es un director apartado de la industria que recibe el encargo de dirigir una película que podrá relanzar su carrera. Es su clavo ardiendo. El problema es que en mitad del rodaje se queda ciego y pretende que este contratiempo no le impida terminar de rodar. El protagonista es el clásico neoyorquino neurótico de Allen que esta vez comparte hasta su profesión; y a los problemas habituales de su personalidad hay que sumar una ceguera, cómo no, psicosomática. Este escenario genera los previsibles sketches de humor físico recuperando elementos de su etapa de comedia absurda, sin abandonar la crítica y la reflexión a toda una industria, su industria. Woody Allen retrata los eternos tira y afloja entre productores y directivos de las grandes compañías, la jerarquización del trabajo muchas veces confusa, la figura del director cada vez más devaluada, la diferencia entre el cine americano y el europeo o la articulación de ese gran engranaje que supone el rodaje; en definitiva ilustra de forma escéptica y pesimista el funcionamiento de un arte que se ha convertido en negocio.

En este proceso es ineludible sacar a colación films como 8 y medio (1963) de Federico Fellini o La noche americana (1973) de François Truffaut que ejercen una clara y apreciable influencia en la película. De manera menos evidente pero igual de destacable es el diálogo que Un final made in Hollywood mantiene con Casablanca (Michael Curtiz, 1942) a la que homenajea transitando lugares e ideas comunes y con la que comparte el poso de aquel magnífico final: «We’ll always have Paris». Premonitorio final el del director Val Waxman, marchándose a Europa a hacer cine al igual que un par de años después hará el propio Woody Allen. Esperemos que Waxman tuviese una carrera igual de exitosa.

melinda y melinda

Todo es según el cristal con que se mira

Escrito por Antonio M. Arenas

Hasta que uno tiene entre sus manos un guión de Woody Allen, no descubre la profunda sencillez y diáfana escritura con la que articula sus películas. Lo que no impide que a lo largo de su extensa filmografía, y casi sin permitir que nos diéramos cuenta, el neoyorquino haya experimentado con todo tipo de posibilidades narrativas, insertando flashbacks en la propia puesta en escena o rompiendo la cuarta pared por medio de un estilo en apariencia invisible que posibilita la fantasía, creer lo irreal, haciendo del propio cine un mecanismo fundamental de sus largometrajes. Una de sus más sutiles y menos ambiciosas obras al respecto es Melinda y Melinda (2005), una película que son dos y que a la vez no es ninguna, ya que nace de la conversación de un grupo de amigos, presuponemos guionistas o directores, en la mesa de un restaurante. Con los cuatro como alter ego, Allen se enfrenta de lleno a una de las cuestiones que siempre han estado presentes en su filmografía, incluso podríamos decir su vida. ¿Cómica o trágica? ¿Cuál es el sentido de nuestra existencia?

En este especie de ontología de su cinematografía, Allen desnuda de forma honesta su modus operandi al escribir historias, afrontando con idéntico material de partida un drama femenino y una comedia romántica, ante las que surgen diversas e interesantes contradicciones. “Precisamente porque la tragedia golpea en la esencia realmente dolorosa de la vida es por lo que la gente corre a ver mis comedias, para evadirse”, afirma uno de los cuatro. Y la dirección lo demuestra. Cuando Melinda desvela la dura historia que lleva a cuestas, la cámara se acerca lentamente a su rostro, con la suavidad de un zoom-in apenas imperceptible que acentúa el dramatismo de la escena. En cambio, al pasar a la parte cómica, con la que establece un formidable diálogo, lo hace a la velocidad de un zoom-out que inmediatamente nos distancia del drama.

Mientras que el autor dramático reconoce que en el fondo la vida es absurda, y por tanto divertida, el de comedias realmente cree que nuestra existencia es dramática, pero nuestro miedo a la mortalidad nos lleva a evitar pensar en ello. En el fondo esta incertidumbre es el principal aliciente creativo que acecha al artista que hacía reír por no llorar. Morir es dejar de trabajar, quizá por ello rueda sin falta una película al año. En esta ocasión desdobla su ingenio y como autor nos revela que el valor del resultado final no se encuentra ya en las aportaciones nuevas, sino en su capacidad para continuar reformulando las imperecederas, confirmando lo irresoluble de ellas.

La memorable secuencia en la que Will Ferrell descubre que su mujer le es infiel, pasa de ser un aparente material dramático (o un lugar común) a pertenecer al territorio de la comedia gracias al talento del humorista y al tono del cineasta. Es en estos hallazgos, como en el juego de espejos continuo del film, donde reside el interés por seguir haciendo películas, al igual que en el de crear personajes como la Melinda de una soberbia Radha Mitchell, que se constituye como uno de los tantos fuertes caracteres femeninos que se han visto derrumbados en el cine del neoyorquino, de los que Cate Blanchett en Blue Jasmine (2013) parece la penúltima muesca. Cómica o dramática, finalmente Allen es incapaz de decidir y asume que la elección está de nuestro lado, no sin un último aviso, un magistral chasqueo de dedos fundido a negro. Y es que sólo se vivirá una vez, pero mientras tanto nada nos impide vivir varias veces y de forma distinta la misma película.

Anterior – Woody Allen (II): New York, New York…

 

Próximo – Woody Allen (IV): Aquellos locos noventa

1 Comment

Comentar

— required *

— required *

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies